Algo más que palabras

El secretismo como enfermedad

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Dime qué te duele y te diré cómo es tu cerebro. Al parecer, ahora con las modernas tecnologías de diagnóstico por imagen, que permiten visualizar “en vivo y en directo” la actividad química y eléctrica de las distintas áreas del cerebro humano, se puede desentrañar el impacto o el origen de numerosos trastornos como la anorexia, el tabaquismo o la drogodependencia. Al final resulta que todo va a ser cuestión de coco. Ya lo decía mi abuela, lo de tener una cabeza bien amueblada es fundamental. Pues va a ser que sí, que hay que escuchar a la cabeza y dejar que se haga poesía el corazón; o sea, verso que aliente unidad en lo necesario, libertad en el decir y amor en todo. Esta ración de estética buena falta nos hace para mantener el tipo desinfectado de embestidas a tornillo y por lo bajini.           

Un nuevo virus ha tomado cuerpo en cabeza y corazón. Se trata del secretismo, un reservado proceder, tan de moda hoy, que nos enmaraña y humilla a poco que lo llevemos a la boca del alma. Vivimos en un estado de vacilación continuo, de pérdidas de identidad y de vida caótica sin precedentes, quizás debido a este indescifrable veneno con olor a miel de zángano. La realidad manda y esto es una monda de pus y gérmenes. Todo parece moverse con nocturnidad y ocultismo. Se hace política de espaldas al pueblo. Abortos a espaldas de los padres. Compraventas de carne humana a espaldas del interesado. Se sella con el  “top secret” lo que debiera ser público. Sin duda, en el centro de tanto ocultismo hay una voluntad de poder basada en el sueño de volverse dominador.

 En vista de lo palpable, pienso hacer una queja al titular de los que juegan limpio por permitir el juego sucio. Convendría, con la urgencia que el caso lo merece antes de que se suspenda el partido de la vida, reafirmar el derecho a saber frente a la avasalladora cultura de la tapadera que nos inyectan; cultivo, por otra parte, siempre impropio de un Estado demócrata. La enfermiza y persistente ambigüedad a la que se nos somete a diario, en vez de ayudarnos a vivir, más bien nos fomenta mundos impenetrables y muros enigmáticos que nos desconciertan. Para nada nos ayudan a convivir en armonía.  

            En verdad, el secretismo no conduce a ninguna parte. Si acaso a crear sociedades secretas en vez de sociedades democráticas. Tampoco aplaca crispaciones. No tiene sentido, pues, utilizar dobles lenguajes. Algo de lo que se sirven políticos de poca monta. Peor todavía, valerse de cautelas sibilinas a espaldas de los ciudadanos. Lo que es manifiesto, conocido y divulgado siempre es más claro y legible a los ojos del alma. Y por consiguiente, deja un mejor sabor de boca en los labios de las entretelas. Actitudes de ocultación, de cara a la sociedad, disfraces que serían censurados por ella, o al menos causarían rechazo, se producen con asiduidad. Lo de simular ser, lo que no se es, te lo encuentras a diario en el diario de la vida. Personalmente, me empalaga la legión de cínicos, de la secreta toxina, el vecindario de anónimos furtivos que utilizan misteriosos guantes esotéricos para engatusar y enjaular pensamientos.  

Con bastante reincidencia, el debate sobre la globalización también se resquebraja, fruto de una multitud de secretismos ideológicos y de intereses clandestinos que amortajan el diálogo. Por desgracia, la realidad del mundo globalizado se vuelve endeble, en parte por la achacosa visión que se tiene del ser humano, embebido por la guinda de un poder febril, puesto que la hechizada autoridad se ha ocupado, en ocasiones, de desnudarle de todo marco ético para llevarlo a su terreno. Todo lo contrario a ese código común ético que pregonan algunas instituciones y personas cultivadas en la transparencia, un código basado en la común humanidad y en la propia dignidad de todas las personas.  

En todo caso, la convivencia no admite disimulos, exige un clima de respeto mutuo, siempre abierto a la comprensión y cerrado al desprecio. Tenemos más necesidad de consideración que de pan. La reacción de manifestantes libaneses que se sumaron a las protestas por la publicación en Europa de las caricaturas sobre Mahoma e incendiaron el consulado danés en Beirut, un día después de la quema de las embajadas de Dinamarca y Noruega en Damasco, es un claro ejemplo de lo que se puede formar cuando se pierden los papeles y se profanan sentimientos. Ya lo dice el refranero: Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto.  

A espaldas del ser humano se producen graves desórdenes, de todo tipo. Se permite la violación de la verdad, no se hace justicia, se encarcela de secretismos el ambiente y la libertad nace con grilletes. Es la sociedad humana la que hay que purificar. Limpiarla de todo secretismo y sectarismo. Quitar laberintos de la vida social y socializar la vida. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero tienen su viciado (y enviciado) germinar, sobre todo, en el abono de la soberbia y del egoísmo. A propósito, recuerdo lo que dijo Albert Camus: Si el mundo fuera claro, el arte no existiría. Como a Dios gracias existe la habilidad de este oficio talentoso, esta aptitud puede ser una buena terapia para huir del secretismo/sectarismo y, así, reencontrarse con la vida en su pureza. Lo recomiendo como experiencia de esperanza.