Algo más que palabras

Sensación de vacío

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Esto de deshojar esperanzas me conmueve. Tengo una sensación de vacío funeral comparable a esas hojas que en noviembre caminan hacia su propio ataúd. No lo puedo remediar por más que salgo a la búsqueda de los luminosos astros para olvidarme, aunque sólo sea por un instante, de la tempestad que soporta el mundo. Las hogueras de la intransigencia pegan fuerte en la vida. Ahí están los negros eslabones del terror que cada día nos encadenan más al abismo, reflejando la imagen de que podemos ser nada en cualquier momento. Por desgracia, desatendemos lo más vital, la propia existencia. Sin embargo, nada, por duro y fuerte que se perciba, es capaz de destruir el esfuerzo solidario cuando nace del corazón. Lo que sucede es que hoy pocas cosas germinan desde dentro y con la claridad debida. Este es el grave problema que padecemos. Con estas formas, el mundo de las ideas, se nos va de las manos. Esa costumbre necia del político de turno de irritar a los ciudadanos mediante un globo sonda, es un manifiesto patético de la falta de coherencia en cuanto a la concepción de la vida social a la que está llamado a servir. Reducir la cuestión política, a pura mediación de los intereses o, aún peor, a una cuestión de demagogia o de cálculos electorales, nos lleva a un estado febril de ambiciones sin sentido; una manera ruin de pretender gobernarnos.

Para huir de esta sensación de vacío, me parece que lo más sensato es ponerse en movimiento y reponerse en los valores de la autenticidad. Una receta del novelista José Luis Sampedro nos recuerda lo mismo: “El que no arde no vive”. Sólo las aguas que besan con dulzura vuelven radiantes los campos. Pienso que es necesario poner el corazón en lo que hacemos. Así es como se pueden fomentar y encender encuentros, conciliar discrepancias y reconciliar actitudes. Esta pauta conciliadora es una buena invitación para ilusionarse y contrarrestar desencantos. Con escuchar y ver lo escéptico que miramos la vida ya se nos echa encima el mundo. Hemos perdido la sensibilidad a un sabor común y a una sabiduría propia, a tener la misma visión prioritaria del valor de las especies y de las cosas. Nos hace falta un pensamiento universal que nos dignifique. Las percepciones gozosas no dependen tanto de que mejore nuestra situación económica como de las ganas que pongamos en conseguir metas con las que compartir vidas. Precisamos unos de los otros para estremecernos y que vuelvan a brotar las alas del poeta.

Realmente tenemos el corazón muy dañado. La poesía puede regenerarnos. Aquello de que la belleza nos limpia y nos levanta el ánimo, se refleja por si misma. Nos hace falta ese caudal de latidos parnasianos. Lo cierto es que también parece que están de capa caída nuestras reglas de juego constitucional. O sea de vida. Por lo que se escucha y se oye, el panorama es desolador. ¿Qué presagian, qué auguran con disgregarlo todo? –me pregunto. Qué martirio. Cuidado con el capricho de lo que se siembra y con las virtudes que se desechan. Que el paso de la convivencia a la confrontación, una vez iniciado, produce una riada de odios de difícil detención. Para que esta sensación depresiva cambie (y nos cambie) depende un poco de todos y un mucho de los gobiernos que deben retomar los aires de la prudencia como abecedario de equilibrio y semántica de lenguas. Fuera boicots, algo propio de las mentes caprichosas y de los maniáticos mezquinos.

El vacío que se constata nos bordea, nos muerde, y de la herida emana una sensación de desespero. Ante lo cual, yo me pregunto: ¿Dónde está la razón de aquellos poderes que prescinden de la reflexión histórica para hablarnos de futuro? ¿Para qué la recomendación de lecturas populistas que nos hablan de ética sentimental, o mejor dicho, de una ética secular basada en derechos camuflados que suelen conducirnos (e inducirnos) al decaimiento total? ¿Por qué ese afán destructor de borrar ideales de vida y valores morales compartidos por la mayoría? Eso de que el ciudadano, como si fuese un cuerpo sin emociones, quede a merced de quien ejerce el poder, es la mayor de la esclavitud a la que podemos llegar. Todo se ha vuelto como muy incierto. Sonrisas que nos engañan, besos de dudoso latido, abrazos que nos llevan a la tumba, labios que nos matan, manos que nos modulan a su antojo… Luces vacilantes, en definitiva, que nos hunden porque no son de verdad. El huracán de la farsa, del fingimiento y del fraude, tan propio en este mundo actual, destruye la confianza, nos disloca (y nos descoloca) hasta desacoplarnos de la humana convivencia. 

Bajo esta sacudida de vacío, lo frívolo es rey y señor. Lo insustancial avanza en este otoño que llamamos invierno hacia ese invierno que llamamos primavera. La confusión nos divide en bandos contrarios y en bandadas dominadoras. La cuestión no es la verdad, sino el dominio de las personas para que no piensen nada más que en sus afines. Esta postura bobalicona que agita nuestra mente, nos está llevando a un caos de frenéticos delirios y de malignos pensamientos. Las consultas de psicólogos y psiquiatras se encuentran desbordadas, incapaces de atajar el problema cuando se vive en un mundo de disfraces. La cultura de la terapia, cuando la pureza está ausente de los corazones, tampoco nos llena. El ser humano es algo más de lo que cada uno opina, dice o se desdice, aconseja o sugiere. Por eso es tan de justicia y de ciudadanos libres, respetar la dignidad de la persona como tal. Sin duda, este es el camino para desterrar la sensación de vacío que aflige y descorazona a tantas gentes. Si los mártires han encontrado el vigor necesario para vencer el odio con el amor y la violencia con el perdón, nosotros también podemos reencontrarnos con una fuerza que nos llene, la del entendimiento (por amor) para vencer incomprensiones. Con una consigna: La verdad por delante, siempre. Más duele una puñalada trapera, constantemente.