Algo más que palabras

Bajo el surtidor de los faroles

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Por las verjas del camino reverbera aceleradamente un surtidor de faroles humanos que se desenvuelven como un enjambre de mosquitos. Tengo la intención de huir de este macabro tormento, perderme por entre las nubes de los poetas y ascender a los azules labios de la naturaleza. Desde que respiro estos murmullos de petulancia se me ha ido la alegría de los labios, llevo la alergia a flor de piel y el corazón embalsamado. El único espectáculo que me tranquiliza proviene más de arriba que de abajo, de las alfombras siderales, de los pétalos  celestes, de los altos lagos de estrellas, del esbelto árbol del universo y del mar de los sueños. Aquí, ya se sabe, lo que se esconde debajo de los tapices. Por desgracia, más imposiciones que propuestas. Todo se quiere imponer por ley, aunque la norma nos desordene las rosas de la vida y nos rompa el espejo del alma. Platón mismo lo dijo: la belleza, en el mundo, es la cosa suprema. Sólo para alumbrarla, se hizo la claridad. Ahora, para dolor del alma, se hacen sombras los humanos para deshumanizarse. Más de una vez nos olvidamos de aquel célebre verso: Ser admirado es nada; ser amado, algo es.  

            Al parecer el amor, cosa antigua, no interesa. El duradero, sobre todo, es una pesada carga a juzgar por los voceros. Lo que mola es desunir. Es la vanguardia. Detrás de todo ello, creo que hay una coacción inverosímil, enfermedad de los tiempos actuales. A veces cuesta entender esta fiebre de voces contradictorias, nacientes de algún poder de Estado. Dan la sensación de querer cambiar nuestra forma de pensar, lo que es tradición de siglos, y el fondo de nuestro ser, bajo el sonsonete impacto de la ley. Pienso que es una señal ilógica y abusiva. Disgregar lo compacto, como dividir mundos, no es bueno. Cuando se desmorona la primera célula social, el vínculo de la familia y se pulveriza el matrimonio, la chispa de la vida también decrece. Para muestra un botón. Ya tenemos los resultados totalmente negativos de los hijos de padres separados, atmósfera que ha sido (y es todavía) abonada solapadamente por algunas superioridades. La unidad familiar no es ningún vestido de quita y pon, según estaciones de vida. El efecto siempre es penoso. Precisamente, el impacto del divorcio es el hilo conductor de un nuevo libro, «Between Two Worlds: The Inner Lives of Children of Divorce» (Entre dos Mundos: las Vidas Íntimas de los Hijos del Divorcio) (Crown Publishers).  La autora, Elizabeth Marquardt, entrevistó a más de un millar de adultos jóvenes tanto de familias divorciadas como de familias intactas, y llevó a cabo entrevistas en profundidad con cerca de un centenar de ellos. Su conclusión, ha sido bien patente: “Aunque la separación sea necesaria, no existe ninguna que pueda ser calificada como buena, dado el coste que implica para los hijos”  

            Esto sucede por resignarse a todo y dejar que los males dañen de goteras los sanos corazones. Para dolor nuestro, como ya dije, el amor se ha desvirtuado del divino licor, de los labios de las flores y del incienso de los enamorados. Al igual que un lamento de grillos cada cual canta su pena. En ocasiones, porque se ha perdido coherencia entre lo que se dice y lo que se hace; y, otras veces,  por desistir de lo que en verdad se siente.  Se necesitan otras canciones más apacibles. Ya estamos hartos de la misma cantinela crediticia, la de competir por competir y la de compartir por interés del capital. Un verdadero tormento. Me alegra que también Saramago apueste por ese mandamiento de luz, tan necesario para volverse un corazón blando: “Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”. Sin duda, sobran las vías para aumentar la productividad y faltan productores de amor que, en verdad, nos alegren los días. Yo mismo, hace tiempo que paso de recibir voz alguna proveniente del surtidor de los faroles, porque su faz de bienestar, socialmente interesado, me quema y esclaviza. Para nada me fascina vender mi vida a este diablo de retos sin alma, sin estilo alguno y con poca educación.  

            A los hechos me remito. Que a estas alturas de siglo, con la proliferación de tanto surtidor de faroles, todavía se tengan que dictar normas de urbanidad es síntoma incuestionable del nivel de carencias que poseemos. Que se tengan que preparar planes para controlar los alrededores de los centros escolares, con la finalidad de atajar el aumento de actos de violencia y de tráfico de drogas que acecha a los alumnos a las entradas y salidas de clase, resulta de igual modo bochornoso. Que el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida y nos enseñan a descubrir el sentido de vivir, sea historia pasada corrompe el pensamiento y rompe las bellas realidades. Bajo este estado de confusión y convulsión se mueve el ciudadano hoy en día, lleno de temores y tensiones, cerrado en sí mismo, insatisfecho.  

            Cesen los faroles que la vida es más seria que todo ese juego de trampas. No me importa subrayarlo. Soy de los que pienso que las faroleadas de algunos dirigentes políticos nos están llevando en volandas a una incertidumbre de Estado. Algo tremendo. Las crisis nacionales no benefician a nadie. Y cuando menos, en España, habemus descontrol. Un signo nefasto, puesto que genera inestabilidad e inseguridad a raudales. Sin duda, este tipo de revuelos y revueltas debemos tener mucho cuidado en no encenderlas. Luego se almacenan rencores que son de difícil olvido. Por eso, yo le pediría al surtidor de los faroles, una vez más, que tomase otro tren menos fanfarrón, más humilde que estirado. Eso de estirar la arrogancia y jugar al capricho del político de turno, siempre revierte en un clima de crispación y en un oleaje de fobias. Si fuésemos más autocríticos y sinceros, más del amor y de la vida, estoy seguro que tomaríamos otras vías más coherentes y menos agitadas, más respetuosas con la persona y su manera de pensar. Sería una buena manera de conseguir ese amor imposible, la alianza de civilizaciones.