Algo más que palabras

Extraños en el firmamento

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

           A juzgar por la oleada de agredidos y agresores que nos circundan, nos haría falta un sínodo para reencontrarnos. La desesperación es tan grande para algunas personas que se juegan su vida a una carta. Hay que estar abatido para moverse así. Nosotros, los que presumimos de conocer todas las zonas del mundo, resulta que somos unos extraños en el firmamento. Cuántas veces pensamos, cuando nos dejan tiempo para pensar, no reconocernos en algunas actuaciones de nuestra vida diaria. Explorar el universo de nuestra propia mente, bajo una natural lógica cósmica, debiera ser prioritario para corregir conductas. Seguro que cambiaríamos algunas formas de vivir, esas que van contra todo y a favor de un ser humano endiosado que aparcela el mundo al arbitrio de un poder interesado. 

A poco que uno se deje siegan tu propia vida como si fueras un extraño en el firmamento y te mandan al otro barrio. Por desgracia, el terror continúa echando raíces y expandiéndose en medio de este caos que vive el mundo. Las armas culturales del diálogo, la promoción del desarrollo y la defensa intransigente de los derechos humanos, no van, se encasquillan entre los desórdenes y el tiro nos sale por la culata del propósito. Más crueldad. Tampoco ya es noticia que las mujeres mueran en las garras de sus compañeros. Se ha convertido en un diario insensible, sin manifestación alguna como réplica a esta plaga de violencia que padecemos. Además, para qué tanta justicia de proximidad, si luego no se hace cumplir lo que se ordena. Al final de todo este río revuelto, de contradicciones y contrastes, nadie conoce a nadie. 

Por si fuera poco el desaguisado mundial y el ambiente de barbarie que tenemos como vecino, se reaviva un nuevo volcán; el de la España de las autonomías. Otra vez las fronteras y los frentes en la cancha, dispuestos a enfrentarse en la concha del duelo. Ya lo verán. Los desafíos se han puesto de moda. Cada cual reivindica un trozo de nación para sí, dentro o fuera de la legalidad, que tampoco lo sabemos. No tenemos porque saber leyes, pero si es bastante elocuente que una autoridad de Estado, como el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Francisco José Hernando, exprese su “seria preocupación” por la reforma de un Estatuto del que prefiero ni nombrar. Para más INRI, el gobierno admite que lo ve todo muy farragoso, pero no le planta cara a la chapuza. La letra no le cuadra con el espíritu constitucional de la indisoluble unidad de la Nación española, que conviene recordar es patria común e indivisible de todos los españoles. Qué más da, formaciones ilegales desafían al Estado continuamente y aquí no pasa nada.

Créanme, empiezo a sentirme extraño en este universo desquiciado. De pronto, parece como si se nos hubiese ido la cabeza a todos y estuviésemos en el estado del chocheo. Mi paciente confesor, el psiquiatra (¿quién no tiene un amigo psiquiatra para estos tiempos?), ha tenido a bien recetarme un sabio calmante, el libro de Timothy Ferris, que lleva por título: El firmamento de la mente. Lo prefiere –me dice- antes que anestesiarme el corazón de pastillas para que no sienta las heladas sanguinarias que nos pueden caer delante de nuestras propias narices. Antepone que las sufra antes de dejar de ser yo mismo, que cuando el hombre no se encuentra, difícilmente puede encontrar nada, si acaso llegar a pensar mal de si mismo. Algo terrible. Decirles que voy por el capítulo quinto del libro. La página lleva por título, un sustancioso nominal: Vida de perros. Aprovecha la cantada relación del hombre con el perro, su obediencia y fidelidad; y aquella conversación teológica entre dos perros, en la que uno afirma: “Soy un buen perro, mi Dios es mi dueño”; para al extrapolar la idea, llegar a afirmar: “Somos neófitos en el campo de la comunicación interestelar, mientras que ellos serían veteranos”. Yo también así lo pienso, desde que me caí del guindo. 

Ante tantos espectáculos bochornosos que nos hacen sentirnos raros, muy raros, en un cosmos que todavía no conocemos, como tampoco el firmamento de nuestra propia mente, a pesar de ir de listos en este mundo que tanto se recrea en la venganza, nos queda el verso sideral y poco más. La Luna ha eclipsado al Sol hasta reducirlo a un anillo de luz visible y mi perro, compañero fiel de soledades en esto de escribir para nadie, ha percibido la poética sensación de un cielo vivo. Esta vez su aúllo ha sido distinto, como si de un quejido flamenco se tratase. La pena que aquí en la tierra se vive no es para menos, pensé. De inmediato, también me acordé del susodicho libro, del animal que tiene ese otro sentido acentuado, el de la lealtad a más no poder, sobremanera diría. Qué triste es la vida cuando solo la razón, y no siempre la justa, nos gobierna. Ya lo decía Platón: Pensar es hablar el alma consigo mismo. Pues eso, nos faltan diálogos de corazón y nos sobran pensamientos cuando el cerebro anda ciego, sin concierto alguno, perdido en un globo de dolores y furias que se inventa y fomenta. 

Bajo este ánimo otoñal, donde cada uno refleja su buena lista de preocupaciones por el devenir de los acontecimientos y de los hechos, puesto que el hombre todavía sigue siendo un lobo para el hombre, lo más sensato pienso que es consultar el mejor libro de moral que siempre llevamos consigo, la conciencia. A lo mejor tenemos que hacer una pasantía reflexiva, antes de lanzarnos a la calle a conquistar el mundo. O a defender el encanto de la vida, en este hacerse cada día más humano a fin de no detestar a nuestros semejantes con superioridades inútiles y cornadas de odio. Los que ostentan poder, por aquello de dar ejemplo, deberían empezar a pasárselo, antes de que nos volvamos un imposible en la senda del camino y en el dintel del cielo.