Algo más que palabras
La nueva sociedad depresiva precisa ayuda que el estado debe asegurar

Autor: Víctor Corcoba Herrero   

 

 

Yo también, como Dámaso Alonso, me senté en la orilla: quería preguntarte, preguntarme tu secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven. Fuera de la sociedad, el hombre es una bestia o un dios; pero es que, dentro de ella, todo parece vestirse de una tristeza que deprime a los más optimistas. La depresión en nuestra hábitat social, dicen los entendidos en cuestiones mentales, que lleva camino de convertirse en la locura de las nuevas generaciones, en un cataclismo sin precedentes. La salida farmacológica no tiene buena digestión y causa vómitos tan crueles como dejar de quererse uno asimismo. La verdad que le temo a este nuevo virus que se inyecta en la gente como un zángano abejorro que chupa toda la alegría de vivir, a un haz de gentes, que son precisamente el centro donde se anuda y anida el mundo. Porque lo importante es la persona, toda persona, si alguna falla, por mínimo que sea su agua celular en el río de la vida, otra vez vuelve el vacío y otra vez retorna el diluvio de los desastres.  

Me niego a que nos gobierne la vida el desespero y la desesperanza, que los poderes y las endemoniadas multinacionales nos roben la vida que nos pertenece, el amor que nos cautiva y enciende. Hay quien dice que la depresión siempre es una prueba o crisis espiritual que deviene de una negación del amor. Esta prueba o crisis produce diversas somatizaciones en el organismo con síntomas, a veces muy severos. La verdad que malvivimos en la mayoría de las veces, lo hacemos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología y en la que nadie sabe nada de estos temas, sólo unos expertos con frío corazón, casi siempre endiosados hasta la médula. Ello constituye una fórmula segura para el naufragio, porque han desterrado el amor de sus absurdas ecuaciones, con el consiguiente nido de perversiones, que los sentimientos humanos no pueden soportar por mucho tiempo.  

Está visto que la depresión y la angustia son siempre manifestaciones de sufrimiento. Lo tienen las miles de personas sin techo. Las que teniendo techo no tienen hogar. Los que no encuentran trabajo. Aquellas personas que sufren algún tipo de violencia o violaciones. Los que teniendo trabajo lo tienen en precario. Lo cruel de la situación es que lejos de menguar parece que el río de contratiempos se desborda. A juzgar por Cáritas, en los últimos tiempos aumentó un 40% la petición de ayuda. Y lo que es peor, en la medida en que el sufrimiento de los niños se permite, se acrecienta el desamor. También ha llegado el momento en que el sufrimiento de los demás se convierte en espectáculo. Sólo hay que ver algunos programas de televisión donde el ensañamiento, a cambio de unas migajas, se ha convertido en algo corriente. Todas estas maldades de la nueva época, de resentimiento y saña, al final pasan factura a toda la sociedad. Y así, también cada día, crece el número de personas que dicen haber perdido la alegría y la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y obrar, la esperanza de recobrar el bienestar, cayendo en un sombrío ánimo que desespera a cualquiera.  

En ese universo de sufrimientos también están aquellos que tienen todos los bienes materiales, porque la gente tampoco es más feliz por ello. Especialistas en el tema consideran la influencia de la infancia, incluyendo la importancia de una familia unida. Muchos estudios, muestran que los niños sufren cuando sus padres se divorcian.
Al parecer, nuestra felicidad en la vida adulta, está influenciada por una combinación de factores. Nuestra situación financiera juega una parte. Otros elementos importantes incluyen el ambiente del trabajo, la calidad de las relaciones familiares y de las amistades, y el estado de salud. Asimismo, son factores clave el grado de libertad personal y la clase de valores personales que tenemos. En cuanto a este último punto, los análisis muestran que la gente con principios suele encajar mejor los golpes de la vida y ser más feliz.
 

Sea como fuere, una persona que ha caído en depresión necesita compañía y ayuda para poder superar la soledad y el aislamiento, necesita que alguien le abra los ojos para ver los ríos de la belleza que también cohabitan en la tierra, y para ello es preciso que descubra cuáles son las fisuras y grietas de su personalidad por dónde se han filtrado las aguas turbias de la depresión. Un problema que debe ser prioritario para la sanidad y que mucho me temo no lo está siendo, en la medida que la existencia de intervenciones sanitarias efectivas, suelen brillar por su ausencia, sobre todo en cuanto a la prevención. A veces fallan las medidas de información al ciudadano. Otras veces la cooperación entre especialistas y el médico de familia. La pasividad del sistema sanitario no interviniendo en grupos de riesgo también causa bochorno. El tema, sin embargo, debería considerarse de gran importancia, primero por su magnitud, luego por la gravedad e impacto social, y porque es un factor de riesgo de suicidio y las muertes por esta causa son prevenibles.  

Evidentemente, el panorama actual revela una sociedad en sufrimiento, perdida y que flota a la deriva de un poder económico esclavizante. La desesperación de la gente, en ocasiones, es brutal y busca guías, pero éstas sólo encuentran la vía de la medicación, que está alcanzando proporciones alarmantes, o el escape en los falsos guías del alcohol y las drogas. Esta es la realidad pura y dura. En suma, pienso que faltan profesionales para esta enfermedad del nuevo siglo, que no excluyan del sendero de la felicidad, la reflexión y el autocontrol propio, el esfuerzo, la conversión o búsqueda de una vida más interiorizada y más compartida. Por otra parte, considero que habría que pedir a las instituciones sanitarias que asegurasen condiciones de vida dignas a las personas deprimidas y que elaboren políticas a favor de la juventud, orientadas a ofrecer a los jóvenes motivos de esperanza, para que ellos que son el futuro, cambien el galopante y actual rumbo social depresivo que padecemos.