Algo más que palabras

El pensamiento y las lagrimas

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

            La receta extendida por Miguel de Unamuno, puesta en los labios del tiempo con la savia del verso, que dice: “hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento”, creo que puede ser un buen alimento para estos tiempos desganados de moral. Estaba yo meditando, sobre el complicado oficio de ser humano en esta época de bestialidades, donde se mata a sangre fría y por venganza a cualquier hora del día, cuando caí en la cuenta de la necesidad que tiene el mundo hoy de gestar lenguajes libres, desnudos de odio. No pocos moradores de la tierra han destilado el ropaje níveo del pensamiento de su abecedario de la existencia, sin pensar ni sentimiento alguno, lo que ha generado que algunas personas vivan sin ganas de vivir, porque le han dispuesto de una vida que no quieren, únicamente basada en el apocalíptico dragón del consumo, el egoísmo, la diversión sangrienta. Para colmo de males, la vida apenas vale nada, ni un mal trago, a lo sumo unos días entre rejas, y eso, si las fuerzas de seguridad logran cazar a la bestia, de entre todas las inseguridades, con las manos en la masa. En la selva todo es posible. Lo último, el divertimento de los coches dotados de equipos musicales de alto nivel que se ha convertido en la pesadilla de los que han de dormir, porque en el verano también se trabaja. 

            En las azoteas de la vida no se oye otra cosa que azotes y portazos, el llanto de seres indefensos, la desolación de un tren muy largo para estaciones tan cortas. La crisis del sentido humano, llamado a ser sentido común, aunque ahora haya dejado de ser para muchos el común de los sentidos de todo hombre, es tan real que da pánico salir a pasear por las calles sin ponerse la coraza. En medio de esta barahúnda de hechos dramáticos, propios de un pensamiento tan ambiguo como repelente, donde lo ilícito campea a sus anchas, a veces no queda otra salida que encerrarse todavía más en sí mismo para esquivar lo horrible. Se han crecido poderes destructores y, en cambio, ha menguado la dimensión sapiencial; el único fuego capaz de hacer brasa el amor y  mantener el entendimiento, mientras tanto, el dios de la ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del juego tecnológico. Reconozco que me da miedo esa mentalidad cientificista, que no acepta límite alguno, que pasa de los sentimientos y que sólo considera un reino: el de las cosas.  

            No menores lágrimas amargas conlleva la moda del pragmatismo, o lo que es  igual, la actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones propias de vida, se deja expropiar por poderes fácticos y excluye el recurso a reflexiones libres de libre pensador o a valoraciones basadas en principios éticos. Un avispado periodista, Andrés Cárdenas, acaba de injertar en los ojos del lector la metáfora descriptiva más real del momento: “En la playa es donde más se nota que estamos en la civilización del culo”. Tiene más razón que un poeta. Cuando nos ponemos al sol, se nos radiografía todo. También es cierto, que nos gusta poner el culo para todo, incluso para que nos den, y todo por unas migajas de erótico mandamás, para agenciarse de un poder más opresor que comprensivo. Personalmente, me da un dolor de dientes tremendo, que uno para ser algo tenga que tener culo de mando y poder de jurisdicción en plaza. Absurda bestia maldita, como si los demás humanos tuviésemos que estar agradecidos a la potestad culona y al señorío corrupto, incapaz de poner orden porque él mismo es un desorden, perdonándonos la vida.  

La hegemonía de los culos tiene cataplines. La verdad es que hay culos que lo ansían todo y, antes de quedarse sin sillón, venden su alma al diablo. Les importa un bledo ser gobernados a injusticia viva, con tal de que el culo se asiente en terciopelo, pueda disfrutar preponderancia, tener mano y ostentar jerarquía. Jamás entenderé por qué el culo ha ganado espacio al cerebro o por qué la admisibilidad o no de un determinado comportamiento ha de decidirse con el voto de una mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante desaguisado son evidentes: las grandes decisiones morales del ser humano ya se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez más por los órganos institucionales, por los gobiernos de turno, no contando para nada el sentido del ser como persona digna a ser dignísima, cuando es superior a cualquier ilustrísima, por la propia razón de su existencia.       

            La necedad impera más de lo deseable en la dársena del tiempo que nos ha tocado vivir. Rabillo de pasas nos hace falta para recordarnos que el secreto de la sabiduría que se comparte, del poder que realiza y del conocimiento que se pone a disposición, habita sólo en los vientos de la humildad, lejos de las grandes mansiones, por donde hasta el aire le cuesta caminar porque se siente oprimido. En todo caso, hago público mi deseo de alistarme a las filas de Unamuno. Yo también quiero vivir y morir en el ejército de los humildes, uniendo mis oraciones a las suyas, con la santa libertad del obediente. Esta es una obediencia que no esclaviza, por principio se acata más a los que enseñan que a los que mandan, y no perdiendo el sentido de lo que se es, y se es algo más que culo. Por desgracia, el avance victorioso del capital, puesto a rédito cuando la razón es sumisa, acrecienta una de las mayores amenazas que tenemos los europeístas con corazón de pueblo. Las lágrimas de la desesperación ya han entrado en las habitaciones de la vida. Y con qué poderío. El puñal de la locura te puede asaltar, pues, en plena luz del día y hasta puede ser televisada la tortura a poco que se duerma la familia, si es que el torturado la tiene. Téngase en cuenta que la familia ya no existe para muchos viandantes. Aún así, tampoco es cuestión de caer en la desesperanza, sería otra desesperación más. Cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas. Esto significa que vives, aunque remen los suspiros, para que algún poeta lo cante y se avergüence el poder de la malicia.