Algo más que palabras

Hermosuras

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

El verano puede ser un tiempo propicio para adentrarse en el mundo espiritual de la poesía, en los espejos de la hermosura, tantas veces rotos por las manos del hombre y misteriosamente retoñados por la fuerza de la naturaleza. Sin ánimo de caer en un optimismo hiperbólico, bajo la creencia de que todo es hermoso, puesto que lo vulgar y repelente te asalta en cualquier esquina rajándote el alma, seguro que será saludable guardar reposo donde reposa la hermosura. Pienso que es la mejor manera de cargar las pilas. Quizás estos versos de Unamuno puedan darnos alguna orientación. No me resisto a ofrecérselos como parte del equipaje veraniego: “Con la ciudad enfrente me hallo sólo, / y Dios entero/ respira entre ella y yo toda su gloria. / A la gloria de Dios se alzan las torres, / a su gloria los álamos, / a su gloria los cielos, / y las aguas descansan a su gloria”. En todo caso, nuestra mayor gloria no está en la caída, sino en levantarnos cada vez que caemos y en reparar hermosuras perdidas. 

Lo cierto es que ahí sigue perenne la hermosura del mar y de la tierra, abrazándose en la brisa sideral como si la flor de la vida fuese el abrazo, también se distingue por su tacto el sol y la luna jugando a ser poesía en el horizonte, las almas ocultas y los cuerpos visibles creciendo entre los jardines del tiempo, la noche y el día glorificando el orden del universo. ¿Cómo perderse este espectáculo de barcos de papel en la inmensidad de un océano encarnado de rimas y ritmos? Si el grado sumo del saber es contemplar el por qué, la solución al enigma de la nívea hermosura pienso que radica en el mismo paralelo, en la interioridad del pensamiento que sueña con el descanso de estos abecedarios espaciales. Sentarse a descubrir el mar de altos vuelos, observar los lienzos pintados en el cielo, sentir las músicas del cosmos al toque de silencio, ascender por los caminos que irradian poemas, sin duda –lo presiento- ha de ser como el agua que sacia la sed. Flotando por las aguas de la vida uno llega a descubrirse marinero y a reconquistar paraísos olvidados. 

Precisamente, entre los muchos libros hay uno que sobresale, jamás contradicho y que tiene tras de sí una persistente victoria ganada en todos los campos de batalla del pensamiento humano, es la hermosa obra del universo. Y lo admirable de todo este volumen de exploraciones radica en la constante llamada a apreciar estos hermosos racimos que flotan por nuestra mirada asombrándonos e impregnándonos de belleza. Reconocernos en esa relación que existe entre la hermosura y el orden planetario, empaparse de vidas vividas y orearse de odios resucitados, es una terapia que aconsejo. Justamente, la más bella sensación que podemos experimentar tiene carácter poético. Aquel para quien es extraño este puro sentimiento, en cierto sentido es un cadáver. ¿Quién no ha tenido un amor e hizo un poema? Eso es vida. Que como dijo el poeta: ama y besa, escucha, mira, toca, embriágate y sueña… Por desgracia, cuando ya no se ama a nadie ni nada, de bien poco nos sirve tener un figurín serrano; puesto que, con un corazón helado, la escarcha está servida. Nadie se libra de esta joya que puede parecer diamante puro y es granizo. La violencia doméstica, por esencia, es un claro iceberg de estos cuerpos sin alma que matan la risa y avivan el llanto. 

 Quizás todas las culturas actuales necesiten tiempo para que la búsqueda de la hermosura se haga fontana en la tierra, frente a los temibles chacales de la libertad que construyen e instruyen no pensar, no sentir, no soñar. Prefiero los valores trascendentes de los auténticos poetas, tan necesarios para el presente de nuestra sociedad adormecida. Han de abrirse fecundos diálogos para que la verdad tome espíritu en todas las tertulias, alma que la poesía encierra por la lucidez de no casarse con ideología mezquina. Urge, en consecuencia, que la bondad y el amor superen divisiones y rencores, que los valores del espíritu construyan el hombre interior, o sea, el hombre que siente la hermosura y la aspiración a la belleza vitalista como reloj de su existencia.  

En casi todos los países existe un ministerio de cultura, también oímos hablar con frecuencia de “política e identidad cultural”; sin embargo, la hermosura, que debieran cultivar estos gabinetes no llega al pueblo, en parte porque no se le considera parte activa, parte interesada en definitiva. Es ruin pensar que el mundo de la cultura son únicamente los representantes de la literatura, del teatro,  de la música, del cine y de las bellas artes. Pues así es, por desgracia. Si realmente la concibiéramos como un bien público común y no como un escaparate trampolín de la política, y realmente creyésemos que nos hace crecer como personas y que nos enriquece como ciudadanos, no debiera excluirse a nadie de ser protagonista. Es el único ministerio que si existe, debe mantener las puertas y todas sus ventanas abiertas, las veinticuatro horas del día, por si hay alguien que quiera servirse de la cultura para elevarse o servirnos el culto a su cultura para elevarnos. Crecer es algo innato. 

La hermosura que gobierna el universo, unido y en conjunto, puede servirnos como lección de culto. Nadie es más que nadie y nadie sobra. Ahí está la belleza, esa mística poética que se precisa para sanamente vivir, siempre sensible a todo corazón, a todo pensamiento. El espectáculo de la hermosura debiera ser agua viva ofrecida en todos los altares bautizados como de cultura. Ya se sabe, siempre que la autenticidad se torna presencia, levanta el ánimo a las piedras. Soy de los que piensan, además, que nos hace falta el hermoso mar porque la tierra está seca, el poético universo para regarnos la mirada triste, la madurez del tiempo para considerarnos cultivados. En todo caso, la hermosura más grande es un injerto de la verdad. Llegar a ella, por la vía de la poesía, me parece una buena idea para no descarrilarse y encarrilar la vida bajo los raíles del cosmos, que baila el mejor vals y esparce los más níveos perfumes.