Algo más que palabras

Los complejos de culpa

Autor: Víctor Corcoba Herrero 

 

 

             Dicen que España será en el 2050 el país más envejecido de la Unión Europea. No se si esto contribuirá a aumentar entre los españoles el extendido complejo de culpa que tanto hoy en día se confiesa a los psicólogos, por poner barreras a la procreación. Asimismo ignoro si el deshielo del Ártico, causado según todos los indicios por el calentamiento global, incrementará también nuestra culpa por descuidar el medio ambiente. De igual modo, pienso en aquellos colectivos que concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular, si con sus agitaciones nos harán volver a tropezar con la desesperación. Son muchas y variadas las atmósferas que pueden acomplejarnos, tanto en un presente más inmediato como en un futuro próximo. O tal vez no tantas. Cada vida tiene su modo de vida y hay que respetar su singularidad. Lo que para una persona no violenta, todo el mundo es su amigo; para una persona violenta, todo el mundo es su enemigo. Seguramente no es ni lo uno ni lo otro. 

             En uno de sus cuentos dice Azorín que lo más misterioso de la vida es la realidad de la que formamos parte. Bueno, pues a servidor lo que realmente le interesa es saber que hay detrás de ese azul inmenso o que hay delante de esa mirada invisible; en definitiva que hay de verdad o de mentira en tantos complejos de culpa que nos salpican la cara. Confesaré que, por repetitivos, llega este sentimiento culposo a confundirme con la bestia. Reconozco que este desorden humano, donde los políticos y las políticas se llevan la palma del fuelle más endemoniado, o las verdades inducidas por la razón, me interesan mucho menos que esa otra existencia poblada de sensaciones edénicas. La receta de Galdós,  en la que se prescribe que “yo no tengo la culpa de que la vida se nutra de la virtud y del pecado, de lo hermoso y de lo feo”, me impulsa a rebuscar otros horizontes donde habiten menos monstruos y más poesía. 

            Actualmente se ha popularizado lo de tener complejo de culpa por casi todo. Parece como si nos hubiésemos vuelto unos bichos raros, totalmente perturbados. Está bien admitir la culpa en lo que uno sea culposo, sobre todo para cambiar de vida, pero de ahí a que sea algo obsesivo debe mediar un trecho; de lo contrario es como crucificarse de por vida. No merece la pena castigarse porque sí o volverse un ser diabólico, hay que disfrutar de los colores de las uvas solares y de los racimos de estrellas que se pintan a diario sobre la existencia. Advierto que estos viajes por la vía láctea, aparte de baratos, cómodos para el cuerpo y sanos para el alma, son los sueños más gratificantes y las ambiciones más éticas. Estoy seguro, que si estas sacralidades de la vida, o poéticas para los no creyentes, las contemplásemos con el corazón vertido, tomaríamos la flor de la bondad como cayado. El problema es que hay que dejar el mundo de lo aparente, donde se cuecen un aluvión de complejos porque el hombre no es Dios, para ir a la interioridad de las cosas y descubrir la belleza como salvavidas. 

            Una buena manera de conseguir esa interiorización para quitarse los complejos que tanto nos ensombrecen las sonrisas, podría ser acudir al permanente arte y a la semántica de los pensadores. Tápies, por ejemplo, ha sido uno de los artistas que ha hecho de la materia degradada una luz de vida. Claro que hay un remedio para borrar de los labios la culpa, reconociéndola podremos revivir a la alegría como esa pintura de Tápies que sonríe a la belleza. Todos tenemos necesidad de lenguajes puros donde reposar complejos, para recobrar sosiegos perdidos, con nosotros mismos y con los demás. Al cabo de un siglo he venido a darme cuenta –dice Ayala en una entrevista- de que la llamada realidad no existe, pues solamente existe cuando se la toma en cuenta intelectual o intelectivamente al menos.  

           A lo mejor tendríamos que hacer otras catas a la vida y ser mejores vivientes. Es cierto que el mundo actual ayuda bien poco, en parte porque hace oídos sordos a ese instinto religioso que todos llevamos dentro, la sociedad nos ha hecho creer que somos dioses y nos ha condenado a un vacío persistente y a una violencia increíble, donde el ser humano apenas tiene valor alguno. En una palabra, parece que se haya perdido el sentido moral de la vida, pero se nos ha injertado un fuerte calvario, acrecentando los complejos de culpa. Por esa pérdida de orientación, donde el alimento del rencor y la venganza tantas veces se sirve en bandeja, sería legítimo avivar el espíritu de perdón y menos complejos de culpa. 

          Hay otros sentimientos de culpa que, en los últimos tiempos, se han activado. No pocas mujeres, por cierto más que los varones, confiesan el penoso desafío de tener que compaginar su misión de madre con su actividad laboral. La angustia aumenta cuando se piensa que se está delegando una responsabilidad maternal que es intransferible. Hay que reconocer que la ley de conciliación laboral ha quitado algunas penas. Volviendo a la familia, por aquello de ser la primera educadora y los primeros asistentes de sus hijos, qué me dicen cuando les sale un retoño con comportamientos violentos. Ante esas conductas agresivas, quizá piensen que podrían haber actuado de otra manera cuando eran pequeños y pueden llegar a sentirse culpables por no haberlo hecho de otra manera… Nadie me negará, que en los tiempos que vivimos, son innumerables las situaciones culposas que pueden dársenos, hasta el punto de enraizarse en nosotros tan profundamente de llegar a convertirse en algo tan enfermizo como el autorreproche constante. 

         Por si le sirve al lector lo que yo hago en estos casos, diré que cuando a mis habitaciones interiores se presenta el sentimiento de la culpa, suelo abrir las ventanas y tomar unos baños de silencio para cuestionarme por qué hice lo que hice. Pienso que no  hay que hundirse en el desasosiego, mejor sosegarse,  y mucho menos enterrarse en el sufrimiento. Muerto es imposible pedir perdón y poder reparar el daño causado. Debemos aceptar los sentimientos de culpa como algo normal, pensar que somos humanos, e intentar pararse a pensar cómo podemos mejorar. No vaya a que el tren pase de largo por no reconocernos humanos.