Algo más que palabras

Frente a la Europa del esperpento, avívese la Europa de la cooperación

Autor: Víctor Corcoba Herrero 

 

 

Marzo ha de ser un mes de recuerdos, espero que así lo sea para avivar la reflexión, aunque bien pensado todos los caminos suelen conducirnos a lo mismo: a las evocaciones o a las preguntas. Cualquier opción, menos la pasividad, me sirve. Por otra parte, estimo, que vivir por sí mismo ya es participar en la existencia; en una vida que debiera considerarse como ofensa renunciar a ser útil a los desprovistos de voz o un acto de cobardía asentir al lenguaje de los indignos. Reconozco que, lo de hacer familia en familia, siempre ha sido en mí un fascinante enganche poético. Esto, a mi juicio, es lo que se ha querido hacer con la sanción del Tratado de Roma, un veinticinco de marzo de 1957: afianzar el linaje europeísta. Luego pasó lo que ahora pasa, que medio siglo después, la tan vociferada cercanía es una unión interesada, o sea son cariños de farsa.  Resultado de todo ello, un breviario de buenas intenciones pero de nulas acciones. Pasemos revista al digesto, cincuenta años bien merecen un pensar en alto y un decir en hondo, previo tomar las debidas digestiones de templanza y afecto, para que el lector entienda lo confundido que estoy y lo confuso que veo el panorama. 

Para empezar, me encuentro con una Europa sin ley, que no quiere saber nada de dioses porque se basta por si misma, pero que ha sido incapaz de promulgar una ley de leyes, a mi juicio tema vital para el entendimiento de todas las culturas y para el acercamiento de todas las almas. Sería saludable tener una fe de vida común, sobre todo para ahuyentar los grandes peligros destructivos que se ciernen sobre el mundo. Europa hoy por hoy no la tiene. Al menos yo no la percibo. Si algo ha prosperado, por desgracia, en este mundo globalizado ha sido la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin cuartel y sin fronteras. Se ha deslucido a la persona de toda esencia, lo de ser imagen de Dios también es agua pasada, cuando es lo que verdaderamente confiere dignidad e inviolabilidad al ser humano. Los mandatarios de la Unión le dan más importancia a políticas de poder que a energías morales que son clave para el diálogo y no digamos lo que facilitan la convivencia. Pues nada, los moralismos son raíces cortadas o son cortes de manga. Resultado de todo ello: que se enfrentan maneras de entender la vida que no casan para hacer familia, porque es un verdadero conflicto cultural que convivan concepciones que no tengan claro la semántica de la justicia, el lenguaje de la libertad o la misma cuestión religiosa.  

Otra de las tareas pendientes de la Unión Europea es que se acrecientan los desniveles en derechos esenciales. La Europa del esperpento nada garantiza y poco consolida, protege a algunos y promueve más bien distinciones que nos distancian. La digna calidad de vida no es igual para todos. El mundo de los ganadores se aprovecha descaradamente del mundo de los perdedores. Cuando se prescinde de la fuerza moral es difícil adaptar, o adoptar, políticas de orden. Ahí está el tema de la inmigración, o el mismo calentamiento del planeta, rebasando toda paciencia. ¿Dónde están esas normas de familia, si queremos que  europea sea una familia, para hacer justicia? Más que trazar grandes objetivos, pienso que se necesita primero, y sobre todo lo demás, tomar en consideración a cada ciudadano, puesto que es la mejor manera de prevenir riesgos. No se puede hablar de estabilidad en una casa que todavía no tiene normas de gestión comunes, ni tampoco tiene claro su espacio geográfico, o que no cultiva en primerísimo orden el respeto sagrado a la persona.  

Me da pena que Europa, desde su universalidad de pueblos no sea capaz de enriquecerse, y no tome como suyas las armas de la justicia y de la verdad para consolidarse como una auténtica estirpe cultural en el mundo, aportando una propuesta firme de primacía del ser humano en la elaboración de toda norma. Si queremos hacer familia y construir una sociedad más humana, tenemos que abrirnos a los demás con la solidaridad comprensiva, creo que no debemos cansarnos de abrir nuestro corazón a los derechos humanos. Superar viejos nacionalismos, donde únicamente espiga el egoísmo, es tan urgente como necesario. En la Europa del futuro tenemos que contar todos y todos hemos de sentirnos arropados. Ese es el horizonte a conquistar, piensa servidor. 

Al día de hoy, la sensación que tengo como observador de esta Europa heterogénea, a mi juicio acomplejada y compleja, es que resulta bastante difícil avanzar en unos valores que se han perdido en beneficio de una absurda actitud de orgullosa autosuficiencia y en una no siempre transparencia de la vida pública, lo que contrarresta entusiasmo y seguridad. Sin duda, nos falta espíritu europeo, crecernos como Europa y creernos familia europeísta, un valor que no se alcanza preso a los comportamientos consumistas o a las nuevas idolatrías. Si queremos ser un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social, hay que forjar una norma común que implique la participación de los ciudadanos. Darle contenido sobre la base de la herencia recibida está bien, pero Europa debe proseguir en su arranque de estéticas y éticas. Tras medio siglo de camino, pienso que es el momento de avivar un nuevo rumbo en la solidaridad, poniendo en valor, por encima de toda audacia, los valores humanos, que han de estar de manera ejemplar en los que capitanean las instituciones, para que puedan enraizarse en los ciudadanos, sin obviar de ninguna manera la dimensión religiosa que estará siempre, mal que nos pese, en la raíz de todo ser humano. Además, considero que toda sana cooperación, y el enraizamiento cristiano lo es a raudales esperanzador, fortalece relaciones. En consecuencia, me cuesta entender que se desprecie esta colaboración, por otra parte enraizada al árbol de la existencia. No existe una mejor prueba del progreso europeísta que la del progreso de la participación en la medida que fomenta la alianza de la complicidad. La necedad siempre fue el mayor de los esperpentos.