Algo más que palabras

¿Caminan los poderes del estado por detrás del cambio social?

Autor: Víctor Corcoba Herrero 

 

 

           A poco que pongamos el oído en la calle escucharemos desengaños, decepciones, fracasos, frustraciones…; en definitiva, pocos sueños y muchos desánimos. Me da la sensación que este mundo globalizado se le ha escapado de las manos a los poderes del Estado, o cuanto menos parece que va por detrás, pues suele desatender los cambios substanciales (erradicación de la pobreza, cambio climático, seguridad jurídica, etc.) o ser incapaz de su resolución efectiva. Quizás, por ello, hayan surgido todo tipo de movimientos reivindicativos que se mueven entre lo social y lo filosófico-espiritual, bajo convicciones fuertes motivadas por necesidades perentorias de vida, como puede ser trabajar por una justicia universalizada al amparo de una ética común. El aluvión de culturas, desde luego, abre grandes posibilidades y marca nuevos horizontes a tomar. Es donde el Estado a través de sus poderes, pienso, que ha de jugar un papel conciliador y aglutinador.  

            A mi juicio, creo que sería saludable regenerar y fortalecer la unidad política, judicial, económica; estableciendo puntos de coincidencia, lazos de consenso ¿Cómo proclamar el cambio social sin promover, mediante los valores democráticos, el auténtico crecimiento del ser humano como tal? Harían bien los poderes del Estado en propiciar entendimientos como norma transformadora y una solidaridad enraizada en la persona. Las diversas sociedades, integradas en el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico. En este sentido, considero que falta mucho trabajo solidario por hacer. La autoridad está en crisis, la solidaridad en el sueño de los poetas, la democracia en apuros, la justicia en entredicho, la libertad en el poder económico… Así no hay manera de garantizar una vida ordenada y recta en la encrucijada de civilizaciones.  

            Los cambios sociales deben ser comprendidos y avalados por los poderes del Estado, teniendo en cuenta la singularidad de culturas. Esto impone ir más allá del simple respeto, en relación al ser humano con su cultura, sino que además, también comporta situarse en la persona. En consecuencia, las instituciones deben asegurar algo que siempre se dice y pocas veces se cumple, condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer. Aún la mujer pide un cambio sustancial integral que supere, más allá de las cuotas, la práctica costumbrista del patriarcado. Todavía existe esa pertenencia del hombre sobre la mujer en sociedades democráticamente avanzadas. Hoy mismo, leo: Un hombre mata a su ex mujer y después se suicida. Una cosa es la letra y otra el espíritu. Cambiar esto último ya es más difícil, pasa por llevar a buen término la gran revolución espiritual de la persona que el mundo necesita.  

A causa de la soberbia y del egoísmo, se producen vejaciones y muertes con total descaro. Nos hace falta despertar del sueño de la inhumanidad y, sobre todo, alejarnos de poderes ocultos y encubridores que nos vician el sentido de la cohesión. Los poderes del Estado han de mostrar su eficacia en ello, para que los cambios sociales sean cada vez más justos. Que ninguna persona, por ejemplo, se quede sin acceso a los bienes necesarios - materiales, culturales, morales, espirituales- para gozar de una vida auténticamente humana. Para asegurarlo, considero que el poder público tiene el deber específico de armonizar con imparcialidad los diversos intereses, no sólo según las orientaciones de la mayoría, o el dictado del partido político en el gobierno, han de incluirse también las voces de las minorías; para todos, cuando menos, navegar en idéntico mar, llámese bien común o bien repartido.  

Tampoco me gusta el adelantado cambio social que vive en la mentira. Los poderes del Estado debieran adelantarse en la resolución de los problemas sociales, que tenemos y muchos, y no caminar tan lento, según criterios de verdad y menos de antojadiza arbitrariedad. Entiendo que nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa integradora, algo de lo que carecen los abultados planes de estudios. El uso sin escrúpulos del dinero de todos, o sea del dinero público, plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación personal y social. A juzgar por las continuas noticias, meter la mano en las haciendas públicas es de lo más normal. Con estas prácticas abusivas e injustas, es muy difícil construir juntos una sociedad educadora y un mundo más ético. Lo mismo sucede cuando se banaliza la experiencia del amor y de la sexualidad, el ser humano que ha sido creado para amar y no puede vivir sin amor, queda confundido y no entiende lo de donarse, en cambio sí lo de poseer. 

 Al final todo se reduce a lo mismo: al plano educativo, inspirador del buen estilo (saber estar y ser) y del buen fondo (justa conciencia). No se puede dejar el cambio social a la deriva. A lo mejor necesitamos volver a la gran obra de las enciclopedias, donde se globalizaba todo, para una formación basada en un profundo sentido de responsabilidad, el aval de la grandeza.  Una auténtica democracia es más que un respeto formal de las reglas, es la aceptación a los valores que inspiran sus actuaciones democráticas. En suma, pues, los poderes públicos han de prestar atención al pueblo, que no es bueno que camine en descontento o con la desesperación en los talones. Al fin y al cabo, siguiendo la estela aristotélica, los poderes de un Estado siempre serán mejor gobernados por hombres buenos que por unas buenas leyes.