Algo más que palabras

¿Hasta dónde llega el mínimo o el máximo ético constitucional?

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

           Parece que la conciencia instintiva, aquello que lo único que hace es reafirmarnos la autoridad de la ley natural, también nos la quieren dirigir ciertos poderes políticos. Ya me dirán con qué ejemplo, puesto que la corrupción y el soborno han tomado demasiado cuerpo en esta clase ciudadana. En las filas políticas, por desgracia, algunos apestan y, lo que es peor, contaminan. Han hecho un daño enorme a un noble servicio de auténtica vocación. Bajo este traficado panorama cuesta entender que se puedan dar lecciones de ética a nadie, a no ser que se pretenda  formar el imperio de los putrefactos de acuerdo con el injusto juicio del tanto tienes, tanto vales. La cultura del pelotazo se puso de moda y de qué manera, hasta el punto que hoy ser rico en España es sinónimo de ladrillo. Lo inmoral es que se han dado derechos de edificación tragándose todo tipo de leyes, incluida la del sentido común, a cambio de untar al político de turno, con poder en plaza, mediante buenas raciones de euros. Ya me dirán, pues, qué legitimidad puede tener este poder político, ansioso por adoctrinarnos, sino es capaz de poner orden donde existe el caos, ni pureza donde cohabita la peste.  

            Dejarnos tomar la conciencia por un poder político, cuya estructura interna y funcionamiento todavía dista mucho de ser auténticamente democrático; considero que, cuando menos, puede llegar a ser un peligroso cáncer social para la convivencia. Pienso que lo que debería asentar cualquier poder es una buena disposición a ponerse al servicio de esa conciencia ética, sin máximos ni mínimos, dando el todo por la verdad, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el gobierno del político de turno, no permitiendo bajo ningún concepto otra desviación, que no sea la ejemplar libertad y justicia, amparada desde un Estado social y de derecho. Quizás para ello, haya que tener conciencia de que la conciencia existe o debe existir, tanto para las instituciones como para las personas. Lo nefasto es que en política suele hacer carrera quien sigue la corriente aunque manchen sus manos, nunca quien va a contracorriente ayudando a los que nadie quiere oír aunque tenga las manos limpias. 

            Llegar a ese mínimo o máximo ético constitucional significa poner en orden el mundo de los laberintos que genera la diversidad de sistemas morales, la confusión de la libertad humana, la maraña de los valores, el problema del fin y los medios, o el mismo enredo de la obligación moral ¿Cómo va a interpretarlos el poder político? ¿Qué sentido va a reconocerles? Lo más loable sería que esas normas éticas que por conciencia nos vienen de dentro, no fueran entorpecidas por la moral “constitucional” que nos quieren imponer. De entrada, las imposiciones nunca han sido buenas consejeras. La mejor propuesta radica siempre en el equilibrio, si queremos que además confluya en una normalidad de derecho del viviente, en base a una moral racional, universalizable para un mundo globalizado y, en consecuencia, transcultural para unas gentes diversas.  

            Por otra parte, una visión verdaderamente democrática de la ética constitucional obliga a los poderes, incluido el poder político, a respetar la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Subsiguientemente, no sería ético que gobernante alguno sometiese nuestra conciencia a su criterio moral alegando una educación para la ciudadanía, obviando relaciones de cooperación constitucional impresas en la carta magna. Teniendo en cuenta que la conciencia es un libro leído, emborronarlo de moralidades políticas tiene poco sentido. Lo único que tiene verdadero fundamento en política es trabajar por la igualdad de los ciudadanos y todo lo que eso conlleva de reconocimientos y garantías.

Decir que si la religión es incapaz de unirnos en el entendimiento y de levantar fronteras, el poder político gubernamental ha de actuar mentalizando a las nuevas generaciones con otras moralidades políticas para consolidar y perpetuar la vigencia del propio régimen constitucional y la convivencia de todos, creo que es de una altanería más propia del ordeno y mando que de una mentalidad liberal. Oiga que la moral no es una jaula ni una prisión que quita la libertad. O quizás su ética a mi no me interese. La libertad moral es la única libertad que es como el aire, se precisa para vivir y uno elige la vida que quiere vivir. Está visto que los mayores destructores de la moral no son aquellos que la desoyen, sino los que la embadurnan con picarescas. 

En todo caso, la ética constitucional debe partir de que la política ha de ser desinteresada. No debiera ser un medio de vida y, aún menos, un medio para adoctrinar. Para eso, ya tenemos las confesiones religiosas. No cabe otro uso del poder político que el de la autoafirmación de que otro mundo más habitable es posible. A partir de esta conciencia, manos a la obra para que circulen las ideas sin dejar a un lado vencedores y al otro vencidos. Entonces, habremos logrado cultivar una verdadera ética, fruto de un desarrollo sostenido bajo una conciencia saludable, la de la libertad. Lo que un día Felipe González dijo: “Que al gobernar aprendí a pasar de la ética de los principios a la ética de las responsabilidades”; me parece una buena lección para reinventar el arte de la política en este mundo palmeado moralmente por golfos y mediocres. Sálvese el que pueda o le dejen.