Algo más que palabras

Respetos guardan respetos

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

Todavía hoy es una credencial cotizadísima haber estudiado en colegios religiosos, no sólo para alcanzar puestos en los que se requiere una altísima formación, sino incluso para hacer vida social. En este tema no hemos cambiado apenas. Para desgracia, prosigue la diferencia entre los centros de pago (con un determinado ideario cristiano) y los públicos, cuestión inconcebible en un país que propugna, a través de la educación, el pleno desarrollo de la personalidad humana desde el respeto a unos principios básicos de convivencia. La realidad nos da la razón. A estas alturas del siglo, aún la gran preocupación de los padres es que sus hijos estudien en colegios religiosos. Consecuencia: las plazas duran menos que un pastel en el patio de un colegio. Por algo será. Este desvelo debiera decirles algo a los responsables de garantizar este derecho, a fin de acortar esas absurdas diferencias que si perjudican a alguien, siempre son a los mismos, a los de menos poder adquisitivo.

Está visto que los jóvenes, cada día más, deben empaparse de un saber integral amplio, sobre todo humanizador y humanista, que no suele impartirse en los centros públicos. Esto es de suma importancia, puesto que les capacita para el discernimiento, en un mundo que se nos queda chico, y en el que hemos de convivir culturas muy dispares. Por eso, causa espanto la actitud de algunos cualificados universitarios que rehúsan de la pasión por la búsqueda de la verdad, sin sensibilidad alguna, ni compromiso de servicio. Lo de hacer litronas es un claro ejemplo del fallo de un sistema educativo sin principios, donde nadie respeta a nadie. No debiera ser antiguo lo de alabar la cortesía en quien todavía la ejercita, entre los que se encuentra también una sustanciosa parte de la juventud, que casualidades de la vida suelen haber estudiado en centros de inspiración cristiana. Debo subrayarlo, al césar lo que es del césar.

Postergamos que respetos guardan respetos, cuando es recíproco. Uno de los llamamientos que, con más insistencia y de manera mayoritaria se viene haciendo en contra de lo que se dice, es el del respeto a la vida; la gran injusticia del nuevo siglo. En este drama inhumano, todo el mundo es víctima y no hay un vencedor. Si acaso vencidos, por lo que se ha dado en llamar la cultura de la muerte. De nada sirven los orgullos académicos, ni los poderes por muy democráticos que se nos vendan, si no son capaces de frenar el ciclón devastador de la violencia. Hay que plantarle cara a la evidencia, y para ello se precisa una formación cultivada en la ética, que ponga al descubierto intereses mezquinos que no conducen nada más que a la desesperación. Ya se sabe, gloria falsamente alcanzada se cae al primer viento. La atmósfera del desespero se acrecienta, otro nuevo sino, para los peor instruidos en moralidad que ni atiborrados de pastillas pueden caminar.

El panorama es más bien desalentador. Los ojos de la ciega noche se clavan en la vista a poco que uno salga a tomar vida por los horizontes del cielo. Hay crispación en el ambiente. Desasosiego en las miradas. Tristeza en el semblante. Tipos que sacan pecho irreverente, descortés, desvergonzado, en doquier esquina. Todo anda como muy desmadrado y a destiempo. ¿Por qué la autoridad sostiene estas conductas? –me pregunto. Quizás por puro dividendo –pienso. Al poder, con más sombras que transparencias, le sostiene una obediencia aborregada, servil, una ciudadanía entretenida en cotilleos de poca monta. No importa que todo se destruya en un santiamén, que el ser humano se vuelva un salvaje, con tal de permanecer bien servido y poder servirse del cargo. Los irresponsables nos ganan la batalla, y lo que es peor, en cualquier momento alguien puede dictar un sms, sin un sos que lo cepille, y cepillarnos la existencia. Por desgracia, estamos vendidos como un producto más de mercado al uso.

Tampoco hay respeto por las raíces históricas. Olvidamos que ellas son las que nos sostienen. Su lenguaje ya es literatura que hemos de saber leer, porque lo literario ayuda a digerir las ofensas de la vida. Todos los testimonios, todos los memorandos, todas las efigies, son vitales para poder caminar con la experiencia de lo vivido. En el diario de la deshumanización que soportamos, pueden ser muy saludables moralmente los golpes que la vida ha soportado en el curso de la historia. Si los tuviésemos en cuenta quizás actuaríamos de distinta forma. Ese afán de cambio continuo cuando menos nos pone en alerta. A veces nos faltan mesuras y libertades. Si acaso lo que debiera desvelarnos, es tomar en consideración lo que propugna la ONU, vivir sin miseria y sin temor, en dignidad. Una buena propuesta para llevar a buen término. ¿Qué mayor miseria y temor para un padre no tener la libertad de poder llevar al colegio que uno quiera a su hijo, por ejemplo?

El respeto es una de esas libertades que germina de los derechos fundamentales. Respeta para que te respeten. Cuestión que no es nada fácil. Abarca todas las esferas de la vida y todos los entornos. Por ejemplo, la clave contra la guerra, pasa por el aprecio al ser humano como tal. Si aceptarse en este mundo de superficialidades ya es difícil, no menos fácil resulta comprender a los demás, su forma de pensar y de sentir. Por eso, es tan significativo cultivarse por dentro para comprender situaciones y mundos. Atmósfera que no suele darse en la educación pública, donde los docentes han perdido toda la autoridad y autoestima. Cuando se pierde la estima también nos abandonan todos los estilos, por muchos programas curriculares o encantos mediáticos que nos implanten los asesores de imagen. Esto genera una pérdida de papeles total por todos los bandos y bandas. 

Debido a esta falta de consideración hacia todos e incluso hacia nosotros mismos, la prevención sólo reside en una educación universalista, que fomente y fundamente su docencia, en valores que nos dignifiquen. Tanto los que acuden a una enseñanza como a otra, debieran ser merecedores de este derecho. Y esas diferencias que apuntaba al principio de recibir una enseñanza u otra, no se producirían. Lo que resulta lamentable es que un valor tan elemental como el derecho a la educación y a la libertad de enseñanza, se ponga tantas veces en entredicho, y que nuestros políticos sean incapaces de poner orden en esta materia, con soluciones de equilibrio, que satisfagan a unos y otros en un asunto de tanta trascendencia. Que cada gobierno legisle a su modo y manera, como le parece oportuno y conveniente, sin pacto alguno, es un mal talante que debiéramos atajar con urgencia. Si algo habría que enaltecer para que se produzca ese respeto mutuo, es una nueva didáctica educativa. Necesitamos, pues, retomar el timón del aprendizaje. No se puede permitir por más tiempo que navegue como un barco a la deriva del político de turno.