Algo más que palabras

La desorganización territorial, gobiernos en el desorden y el descaro político

Autor: Víctor Corcoba Herrero

 

 

A raíz de haberme instalado en el prefijo de la negación, después de la ración de zancadillas y puñaladas recibidas, camino con una desmotivación que no tiene manos la santa esperanza, por más paciencia que tiene conmigo, para reanimarme. Lo veo todo mangas por hombro: la desorganización territorial, gobiernos que gobiernan en el desorden más desconcertante y políticos con un descaro impresionante. Ya no existe el tajo de la constancia, del método y de la organización. Desde esta perspectiva de los desbarajustes, considero importante que la autoridad recupere su nobleza de linaje humano respecto a los derechos propios de las instituciones, de la familia y de los ciudadanos. Además, nos interesa organizarnos para promover historias de concordia, de coherencia y honradez, que dé al mundo territorialidad de espíritu fraterno que haga cambiar los planes de esa plaga enfermiza que se nos viene encima, la de los  terroristas suicidas entrenados y listos para la acción.  

Me preocupan las divisiones y el orgullo que nos divide. El revoltijo territorial. La maraña en la que se mueven políticos funcionariados. Cuando el Estado se desorganiza, el pueblo se desespera y los territorios, más pronto que tarde, muestran su descontento. Al parecer, esa sensación invade actualmente a los españoles que suspenden, por goleada, la política territorial impulsada por Zapatero. La verdad es que resulta bastante complicado dilucidar dónde llega la autonomía de un municipio y la del otro, entre provincias o comunidades autónomas. Lo del principio de solidaridad para un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio parece un amor imposible. Se queda a los sones de la música celestial, o sea, en pura letra constitucional. Sólo hay que hacer turismo por España, mirar y ver, como unas normas estatales implican o se interpretan, según el lugar, de manera distinta. El privilegio social y económico, en ciertas zonas, se llega a confundir con el concepto de coto territorial; es tan sumamente descarado el límite, que la injusticia se palpa en los labios de las gentes.  

            Por desgracia, abundan los ejemplos de obstáculos a la solidaridad, al buen rollo entre pueblos y gentes, al ver que los derechos y obligaciones varían según residencias. La crispación revienta por sí sola. Hay una especie de xenofobia, cierre arbitrario e injustificado de fronteras en cubierta, que de manera tácita discrimina unos territorios de otros. La lengua es un peso pesado. Esto dificulta a la hora de moverse, de buscar trabajo, inclusive dentro de la propia administración pública. El mal uso que algunos gobiernos autonómicos hacen de las distintas modalidades lingüísticas, es un evidente muro de discordia. Ciertamente, el castellano es la única lengua española oficial del Estado que implica a los españoles al deber de conocerla y el derecho a usarla; y no otra. Lo dice la Constitución , poseedora de un rango superior a los Estatutos. Quede claro, sin embargo, que también soy un defensor de las lenguas autonómicas, de las raíces ancestrales de nuestra cultura, como el que más, faltaría plus; pero también entiendo que una solidaridad efectiva ha de cultivar políticas y programas que unan territorios, lenguas y lenguajes, sin poner maliciosas barreras que nos separen.  

El espíritu de solidaridad entre territorios y gentes ha de ser un espíritu abierto al diálogo (debiera ser el credo para todos los políticos), a la búsqueda del asentimiento que hunde sus raíces en la verdad y nunca en intereses partidistas. El que leyes fundamentales nazcan sin un consenso de aceptación mayoritario podríamos calificarlo de mal augurio. Es el caso de la educación española, por ejemplo ¿Tan arduo es que la gente se entienda y que pueda llegar a un pacto? ¿Por qué esa desavenencia de manera sistemática? ¿No hay forma de confluir en algún acuerdo? Nos da la sensación, a veces, que los políticos (de todos los bandos) piensan más en el voto que en el bien común, en lo políticamente correcto antes que en la libertad de buscar y decir la verdad, pulso esencial para la comunicación. Todo esto genera un aluvión de tensiones inútiles y absurdas, de episodios inadmisibles. Y a uno, a pesar de la innata ingenuidad que lleva consigo, le cuesta aceptar las cacareadas torpezas de que unas administraciones de un signo torpedeen a los de otros signos, y las otras a las unas del siguiente signo, y que lo hagan con una desfachatez total. Si reflexionásemos con autenticidad y tomásemos el solidario compromiso de hacer patria, para luego poder hacer mundo de verdad, llegaríamos a los verdaderos protagonistas, que no son otros que los ciudadanos, con los brazos abiertos, sin distinción alguna. El chabolismo sería un cuento y la marginalidad una novela.  

Para colmo de males, durante los últimos tiempos se han intensificado, a mi juicio, de manera precipitada y desordenada procesos de descentralización política y de transformación, que han disociado, desvinculado y disgregado una unidad de Estado, de nación española, que garantiza el derecho a la autonomía. El hecho de que las personas constituyan el centro del desarrollo, debiera ser el punto de referencia de todo lo que se hace para mejorar las condiciones de vida, por igual en igualdad de ley y libertades, en un territorio que se llama España, constituido en un Estado como nación.  Nos consta que la maquinaria de controles constitucionales funciona a pleno rendimiento, precisamente, por el desbordamiento de casos supuestamente ilícitos. Explotación, amenazas, sumisión forzada, negación de oportunidades, son cuestiones inaceptables que se dan todavía a diario en estos muros de la patria mía –como diría el poeta-, contradiciendo la noción misma de solidaridad humana.  

El galimatías de competencias entre administraciones también dificulta enormemente la resolución de conflictos humanos. El problema no es tanto acrecentar las competencias, como que los gobiernos de las diversas administraciones asuman con responsabilidad la tarea de protección a los débiles e indefensos y la defensa de los valores para todos los ciudadanos. Eso sí que sería llegar a un Estado estable, propicio para la amistad entre ciudadanos. No haría falta la justicia ¡Qué alegría! Estaríamos organizados, con gobierno de orden (no de ordeno y mando) y sólo los caraduras pasarían dificultades para sobrevivir en un territorio de ecuanimidad y honestidad.