Los auyentarebaños

Autor: Reina del Cielo

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Este calificativo popular lo he escuchado alguna vez, y se refiere a aquellos que tienen ese extraño talento de convencer a la gente de que la Iglesia no es un buen lugar donde ir con frecuencia. Ustedes pensarán que dichas personas se consideran a si mismas enemigos acérrimos de la cristiandad, personas dedicadas a derrumbar lo que otros construyen. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, no es así. Los auyentarebaños están casi siempre convencidos de estar realizando un gran servicio a Dios, de hecho se ven a si mismos como a pasitos, nomás, de las puertas del cielo.

¿Seremos nosotros mismos auyentarebaños, quizás? Dios no lo permita, pero así como de lo santo a lo profano hay sólo un paso, estoy convencido de que de ser un buen soldado de Dios a ser un auténtico auyentarebaños hay un breve paso también. Dirán ustedes qué cosa es esto de ser un auyentarebaños. La primera condición es que para ser un auténtico auyentarebaños hay que estar identificado como una persona de asidua presencia en la parroquia, en la comunidad católica. De otro modo, es muy difícil llegar a serlo.

Pero con eso sólo no basta. La manera más fácil de comprender lo que es la esencia de un verdadero auyentarebaños es meditando aquella frase que dice que la gente debe reconocernos como cristianos, al observarnos. “Miren como se aman”, es el modelo al que nos invita la Iglesia primitiva.

Los auyentarebaños dan una imagen totalmente distinta. Al verlos, los demás dicen cosas como “miren como se celan”, o quizás “miren como compiten entre ellos”, o también “miren como se critican mutuamente”. Aunque una de las versiones más peligrosas de auyentarebaños es aquella que provoca que la gente diga de ellos “miren cuanto formalismo vacío de amor y anhelo de bien de los demás”.

Para Dios, tenernos a Su servicio es una condición fundamental para que Su Iglesia avance en el eterno trabajo de crecer y fortalecerse. Sin embargo, nuestra dedicación debe ser positiva, útil a Su proyecto. El auyentarebaños tiene la característica de no solo ocupar un espacio valioso, sino de provocar efectos adversos que hacen que sería deseable su ausencia. Dicho de otro modo, si deseamos acercarnos a una obra de Dios, mejor hacerlo para ayudar a sembrar el amor. En caso contrario, mejor quedarnos en casa rezando, si es que de ayudar a Dios se trata.

Jesús nos ha dado lo necesario para comprender lo que debemos hacer a fin de no transformarnos en un auyentarebaños. Imaginemos lo que El haría para atraer a las almas, para convocarlas con Sus fuertes y vigorosas Palabras de Amor, con sutiles llamados a veces, o con parábolas que invitan a la meditación, a revelar el significado escondido tras la historia. El hace todo para convocar, para reunir. Pensemos que cuando nuestra Iglesia convoca, lo hace en Nombre y por las Palabras de Jesús, ni más, ni menos.

Y en ese momento, cuando todo está preparado, los reflectores se dirigen a nosotros para ver que tenemos para ofrecer, como modelo de vida, como testimonio. Cada movimiento de nuestro rostro, cada palabra, cada gesto, será tomado por las almas para comprender qué clase de cristianos somos. Si lo hacemos bien, multiplicamos, ayudamos al Reino como buena levadura que aumenta el tamaño de la masa. Si lo hacemos mal, desparramamos, dividimos, expulsamos. Nos transformamos, aunque no queramos aceptarlo, en auyentarebaños.

Seamos levadura, demos a la Iglesia el impulso para que crezca y fermente. Para que nuestra comunidad se transforme en un modelo de vida cristiana, de amor a los demás, de unión, de felicidad. De esperanza en la adversidad, de sonrisa en el dolor, de consuelo en la angustia, de llamado en el olvido, de búsqueda en el abandono. Seamos motivo de alegría en el cielo, cuando nos miren y exclamen “miren cómo se aman”.

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