Más cerca, oh Dios, de ti

Autor: Reina del Cielo

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Estoy a diez mil metros de altura, mientras cruzo los Andes por el norte de Argentina y Chile. No puedo contener una emoción en mi interior, porque ocres, verdes, amarillos, rojos intensos y toda la gama de colores que Dios creó se sucede ante mi vista tiñendo los valles de tal modo que los ojos no saben donde detenerse. Se me llena de lágrimas la mirada, el pecho se inflama queriendo salir de su lugar, no puedo contener esa explosión de júbilo que me arrastra a gritar en mi interior: ¡vos estás aquí, mi Señor!

El hombre, nosotros, flamígera muestra de la Potencia Creadora, llama que envuelve este paraíso contaminado que recibimos como herencia. Y aquí arriba, si que hay un pedazo de cielo, un trozo de aquel lugar de las eternas delicias que Dios nos hizo, nido del hombre puro. Lugar donde Dios posa Su Mirada sin miedo de ver la falta de amor de Sus hijos. Rincón perfecto donde se recuerda que somos testigos de Su realeza, una chispa de la Divinidad que creó el universo. 

El Verbo, Eterno y Silencioso, flota sobre estas montañas como lo hizo sobre las aguas de Juan, el joven y espiritual Apóstol que volaba como el cóndor sobre las más altas cimas espirituales de la Creación. Sólo que ahora no es sólo el Verbo el que vuela suspendido, es nuestro Jesús Resucitado que mira con ojos de añoranza Su paso por las montañas de Galilea. Jesús, enamorado de Su tierra, veía los valles y los picos creados por Su Padre, y en Su Naturaleza Humana soñaba con una nación enamorada de El. Hoy sigue mirando estos picos, estos valles, y sueña con una Jerusalén Celestial, con una tierra renovada. Con un mundo centrado en el Reinado Eucarístico al que el amor de Dios nos invita. 

Sabemos bien qué es lo que nos espera, cuando la Voluntad del Padre así lo disponga. El mundo se transformará, será Reino, será Paraíso. El león descansará junto a la gacela. El hombre vivirá esta promesa, porque Dios nos devolverá el paraíso de Adán y Eva, el que nunca debimos perder. Seremos ricos en bienes espirituales, en amor. Cuando llegue ese día, día de resurrección del hombre, esta mirada que hoy puedo tender sobre los montes puros y cubiertos de un manto níveo, será la misma mirada que podremos tener del mundo entero. Nuestro hogar será reconstruido por Dios; como al pasar frente a un espejo atravesaremos el cristal y nos encontraremos en un mundo glorificado, con nuestros cuerpos glorificados también.

Jesús nos ha indicado claramente el camino de la Resurrección: El, el primero, el que ha dado inicio a la era mesiánica que vivimos. Y todos, detrás de El. La promesa es clara e indiscutible, nos espera un mundo de felicitad perpetua. Viviremos en el Reino del Amor, de la felicidad incontenible. Adoraremos a nuestro Dios a toda hora, a El que vivirá entre nosotros. Ya no habrá dolor ni sufrimiento, ni contaminación ni impurezas. Dios recreará nuestro mundo, incluidos nosotros mismos, para gloria del Redentor que todo lo ha logrado, abriendo las puertas de la civilización del amor.

¿Podemos acaso imaginar este mundo que nos espera, cuanta felicidad viviremos aquí? Cuando pensamos en las cruces que nos envuelven cada día, no solemos poner delante nuestro el camino que nos lleva a la tierra recreada, a la promesa del Padre. El dolor se hará dulce manjar cuando pongamos en nuestro corazón el premio que Jesús nos ofrece a cambio, cuando llegue la resurrección de las almas, de todos nosotros. Por supuesto que nuestro mayor mérito surgirá si somos capaces de dar todo por amor, y no por interés frente al maravilloso trofeo que el Señor nos presenta. Sin embargo, el premio existe, y Dios nos lo muestra para nuestro consuelo y fortaleza.

Hoy, a diez mil metros de altura, veo una pequeña muestra de las maravillas que Dios nos tiene preparadas. Estos imponentes montes, cubiertos de nieves eternas, surcados por ríos como venas que arrancan del latido del Creador el agua que purifica y desciende alegre hacia el hombre que la espera en el valle. Estos imponentes montes, que se elevan majestuosos buscando arañar la base del Trono de quien los puso aquí. Estos imponentes montes que son la imagen del mundo que Dios nos dará, mundo renovado y glorificado, cuando llegue la resurrección del hombre y su vuelta al paraíso terrenal.

¿Cuándo será esto? ¿Cómo será? ¿Lo veremos nosotros, o nuestros hijos? No lo sabemos, pero si conocemos que será cuando El así lo desee, cuando Su Voluntad marque las doce en el reloj del mundo. Ese día debemos estar limpios para poder presentarnos ante el Juez, ante Jesús Bueno y Misericordioso, que verá en nuestros corazones el amor que derramamos durante nuestra vida. Este debe ser el motivo de nuestro vivir, y no otro. Vivamos la promesa del Reino, a todo momento, como verdadero motor de nuestro existir.

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