Una Madre

Autor: Rafael Angel Marañon




Fue una noble mujer sencilla y seria, que no quiso nunca oir de chismes y de riñas. Era risueña, amable y bella entre las bellas. Nunca tuvo ocasión de viajar o andar de fiestas por causa de sus cinco hijos y la estrechez (que no miseria)  en la que vivía. Pocas delicias mundanas se pueden dar de al cuerpo, si no hay casi dinero y sí muchos hijos y ocupaciones.

Pero en el ambiente del pueblo en que vivía y cosa extraña dada la maledicencia que reina en esas estrechas sociedades su predicamento era enorme. Y había abundantes razones para ello.

Nunca de sus hijos le fueron reprochadas acciones que no fueran las propias de los que bebieron, no solo la leche de sus pechos, sino la bondad y el buen espíritu que en ella habitaba continuamente.

Sincera cristiana, estaba convencida de que además de enseñar a sus hijos a trabajar y hacer el bien, la vida entregada a Dios pasaba por la entrega a los más necesitados y endebles de su alrededor.

Nunca militó en asociaciones, pues consejera “in pectore” de su numerosa familia, jamás faltaba ocasión de recibir visitas en las que se le consultaba toda especie de pequeños y menos pequeños casos de desavenencias familiares. Ya saben: herencias, enemistades, insultos, y tantos agravios como se hacen y se reciben (o se cree recibir) de unos a otros.

Pero nunca a su puerta se acercó nadie que de ella no se llevara poco o mucho de comer o vestir y hasta de compartir medicinas en un tiempo de escasez y enfermedades, aun no posibles de resolver por la medicina, de un pueblito casi aislado.

Tan buena mujer era, que no se conocía en el pueblo a nadie que no hablara elogiosamente de ella. Las más altas damas de la sociedad tenían a gala contar con la amistad de ella, de su conversación siempre constructiva y acompañada de un gracejo rústico y simple.

Su esposo era un buen ejemplar de varón, pero dado a algunos devaneos (inocentes) que le permitían su apostura y seriedad.

Ninguno de sus hijos fue ladrón, o avaro, descortés, o vago, por ,lo que todos se hacían lenguas del comportamiento de aquella familia. No es de quitar mérito al padre, pero era ella la que mantenía el tono regular de la familia y de las relaciones con los demás.

Su marido comerciante ducho y siguiendo los usos del comercio de entonces tan irregular y anárquico hacía pequeñas trampas que disgustaban a la esposa.

.- Es que hay que ser despabilado, porque de otra manera no se puede competir.- Decía el marido plenamente convencido de que aquella trampa le permitía dar menos cantidad de la que marcaba la balanza donde pesaba el pescado o la fruta que vendía.

Un plomo de 150 gramos estaba puesto bajo el platillo donde se ponía la mercancía y, claro está, daba mejor precio, pero también daba menos mercancía. Como los demás comerciantes de su competencia hacían lo mismo, él estaba convencido de que aquello no era malo y decía a su esposa.

.- Mira Ángela, observa que nuestra clientela compra casi el doble que a los demás: por algo será. Así que ya no me des la lata con este asunto.- Y ella callaba y durante años se ponía detrás de la balanza;  cuando el esposo o empleado se volvía para poner pescado en el platillo, ella quitaba el plomo y dejaba que pesara correctamente por lo que el esposo o empleado ensimismado en las prisas, a causa de la abundancia de la clientela, no se percataba de la maniobra.

Pero hacía algo más. Un día (como tantos antes y después) observamos un detalle que nos llamó la atención y conmovió fuertemente. Una mujer viuda y con cinco hijos compraba todos los días en el puesto de venta del marido. Procuraba ir cuando más gente había; cuando Ángela no quitaba el peso de plomo, se acercaba y ella lo hacía disimuladamente para no alertar a los demás clientes.

Aquel día Ángela lo observó y volvió a poner el plomo en presencia de la clienta viuda. Esta se alteró un poco, pero calló y se dejo servir el pescado pedido. Pagó con una moneda exacta y cuando se iba a marchar Ángela le dijo: .- Jacinta, tome usted la vuelta.- y le dio dos monedas del mismo valor cada una de la que la viuda había dado para pagar. La mujer hizo un tímido ademán de rechazo, pero viuda como era y pobre casi de solemnidad, se la guardó.

Al día siguiente volvió otra vez y pidió otra vez la misma cantidad pero esta sin quitar el plomo. De nuevo se repitió la extraña y oculta  escena.

Durante años así se hizo y Dios sabrá lo que de otras maneras hizo Ángela con otras personas, pobres igualmente.

Años después siendo uno de sus hijos alcalde de la ciudad recibió una visita para él desconocida. Era un señor que venía a visitarle desde muy lejos y al que conocía.

Le explicó que había preguntado por su madre Ángela y que se había enterado de que ya había fallecido. Y dijo: mi madre nos dijo que alguno de los hermanos viniéramos a este pueblo y diéramos las gracias a Ángela la esposa del pescadero. Al no estar esta me he dirigido a usted para que sepa que mi madre toda su vida se acordó de lo que hacía Ángela todos ,los día por ella y quería que lo supiésemos nosotros sus hijos.

Ángela existió y yo la conocí muy bien. El hecho es real y muchos más que no es posible contar por menudo.

Solo sé que excepto algunos cambios que he hecho en el relato, este es verídico totalmente.

Y recuerdo cuando su esposo le decía :¿ves Ángela como nos va bien a pesar de que tanta oposición haces a la trampilla del plomo para el sobrepeso.

Y Ángela con aquella adorable sonrisa suave y condescendiente decía.- Lo mismo estaríamos si no lo hicieras.- Y el pobre y afortunado marido nunca supo que aquello era totalmente verdad.

¡Ángela, la real! yo también me acuerdo de ti y de tus cosas. Y sé que en estas y otras muchas más tenías siempre la razón, porque fueron razones del corazón, que tiene razones que la razón no alcanza a comprender

Una madre.

Ángela, a su servicio.

Mi santa madre.

¡Estoy llorando!

¡Que le voy a hacer!

Soy un llorón.