Sociedad y cristianismo

Autor: Rafael Angel Marañon

 

 

Es enorme el esfuerzo que se hace desde todos los niveles y estamentos sociales por dotar a las naciones (hablamos de Europa) de unas libertades y unos altos niveles de riqueza y bienestar. ¡Adelante con los faroles! porque el bienestar y la libertad son dones muy preciados, y la tendencia a obtenerlos es algo que forma parte principalísima del buen hacer de los gobernantes.

 

Lo problemático del caso es que no hay cara sin cruz en ninguna moneda, ni en cualquier cosa que se emprenda o se obtenga.

 

Yo puedo ser todo lo de derechas que se quiera. Con ello me identifico con la unidad, la coordinación, la libertad de iniciativa, el ingenio, la creación, el orden, y tantas ventajas que se obtienen de la sana utilización de la ambición humana y las oportunidades de ejercerla ordenadamente.

 

Para ello se establecen las leyes adecuadas para el control de la riqueza privada, y los correspondientes impuestos. Estos hacen beneficiarios indirectos, a los que contribuyen a la prosperidad de la sociedad, con su trabajo, de esa riqueza que ellos han contribuido a crear.

 

Y puedo ser tan de izquierdas como el que más. Con ello me identifico con la ayuda al necesitado, a la igualación, si no de rentas si de cultura, dignidad, capacidad de influir en la sociedad, derechos de asociación, reunión y sobre todo a la supresión de todo vasallaje sea este espiritual, social, o intelectual. Derecho a trabajar y vivir en paz, y a una vida digna.

 

Ser más inteligente o rico es un privilegio legítimo, porque la igualdad no existe en la sociedad, sea esta humana o animal. Lo que se debe desprender de esto no es que el más rico o inteligente (el más fuerte) abuse de su posición, o que por obtenerla atropelle toda clase de barreras morales y sociales, y se constituya en árbitro institucionalizado de la vida social “pro domo sua”. Es decir, a su conveniencia en cada situación.

 

De ahí la necesidad del Estado, regulador del uso de esta riqueza, legítima en su posesión, evitando su (tantas veces) ilegítimo uso.

No es el caso de este trabajo cantar las virtudes del capitalismo, y sus benéficos efectos sobre la economía de algunos países. Ni tampoco contar los excesos, abusos y tragedias, que este régimen produce en tantas capas de la población.

 

Ser un obrero (yo lo he sido) no es ningún gran honor (por más que se mitifique) pero tampoco es una lacra ni una deshonra. Moralmente proporciona una mayor paz interior, ya que se es consciente que el pan de su hogar es trabajado honradamente, si se hace honestamente.

 

Es satisfacción en el desempeño de una labor, que enriquece y da bienestar a la sociedad entera y al individuo productor. Ser de izquierdas puede ser lo más digno del mundo y, según en que casos, lo más siniestro que se pueda pensar si, como hablábamos del capitalismo, pierde el peso moral que tiene de por sí y se instala en los mismos parámetros, los mismos métodos, que el propietario (normalmente de derechas) usa a veces de forma inmoral y sin escrúpulos, a la hora de obtener o defender su riqueza.

 

Solo el seguimiento de la doctrina de Jesús de Nazaret, y su consecuente aplicación colectiva en la sociedad, sería el idóneo regulador de las relaciones humanas. La sociedad no está por esa labor, y se empecina en practicar con todo entusiasmo la “lucha de clases”. Naturalmente eso provoca y ha provocado, las más terribles situaciones humanas y sociales, pero con los mimbres que hay, es con lo que hay que hacer la canasta.

 

Y esto de ser cristiano, no es cosa de abrazar una forma de doctrina, o pertenecer a un grupo más o menos elitista y original. Se trata de hacer lo que Jesús mandó. Primero, porque eso va a favor de la propia persona que lo practica. Segundo, porque eso, practicado genuinamente, es un catalizador  de las relaciones entre agentes sociales, y eso es bueno se mire por donde se mire. Y tal beneficio, ya no depende de las fuerzas sociales, sino de la acción individual de cada persona que a sí misma se llame cristiana. Es trabajar y hacer el bien. Así de simple.

Esa actitud no se forma en la persona de forma espontánea, sino por la acción del Espíritu, y con la referencia de la voluntad de Dios. Solo una persona trasformada por el Espíritu Santo de Dios, y prendida en Jesucristo, está en condiciones de llevar a cabo esa forma de vida y conducta, para ser, en la sociedad de cualquier lugar o época, parte de la solución y no del problema social.