Mi mejor experiencia

Autor: Rafael Angel Marañon

 

El silencio se eternizaba en el salón. Solo unos furtivos y contenidos suspiros rompían con su clamoroso silencio la estancia. Era mi esposa que lloraba. Yo tenía razón; era indiscutible. Mi lógica de varón, mi inteligencia, la evidencia, todo era irrefutable. Sin embargo yo me sentía muy mal.

Mis pensamientos fluctuaban de la ira al desconcierto, que no hay cosa que produzca a un varón entero mas confusión que los sollozos de la mujer que amamos.

Ira, porque sabiendo que tenía razón me exasperaba su tozudez. ¿Por qué no reconocía de una vez que se había equivocado y teníamos la fiesta en paz? Desconcierto, porque sus lágrimas, silentes, hacían también aflorar hacia ella todo el amor que le tengo y la pena de hacerla llorar. Una lágrima furtiva pugnaba por brotar de mis ojos. Como varón yo traté de evitarlo.

Tengo poca inclinación a expresar mis sentimientos con palabras. Una triste carencia de mi personalidad. Me levanté de forma airada, sin decir nada, y me fui al dormitorio. Como casi todos los hombres, no soporto las lágrimas de las mujeres. Antes de irme, no pude evitar mirarla de nuevo con sus ojos arrasados en lágrimas que se derramaban brillantes por todo el rostro.

Entré en el dormitorio y un estremecimiento me sacudió. Allí a la entrada estaban sus zapatitos pequeños y ligeros, Sentí una tal congoja que no pude evitar llorar. Eso es lo que había tratado de reprimir en mi escaramuza con ella y, posiblemente, lo que me había hecho dejarla sola e irme al dormitorio. Junto a los zapatos había un diminuto calcetín. Me eché a llorar desconsoladamente procurando que ella no me oyera.

Aquella mujer era mía, me pertenecía al total, yo era el patrón ....porque ella lo quería. Me dí cuenta de pronto. Fué como el flash de una cámara fotográfica. Ella, un ser humano adorable, inteligente y humilde, demostraba con sus lágrimas y su silencio que me amaba.

¡Es tan tozuda....! Yo tenía razón, me insistí a mí mismo. Quería justificarme de alguna manera. Ante el lógico, inteligente, y sabio esposo. Ahora me da vergüenza rememorarlo.

El flash me reveló en un instante, algo que no había tenido en cuenta. Yo tenía mí razón, pero no había tenido en cuenta de que entre los ingredientes de mi razonamiento no había considerado un elemento, que desde entonces no he dejado de ponderar en todo trato con ella y con cualquiera. ¡Sus sentimientos!.

En aquella discusión, ella no había podido hablar de sus sentimientos porque yo no la hubiera dejado. La hubiera aplastado con mi lógica y mis recursos argumentales. Ella estaba confiándome, comunicándome sus sentimientos con solo sus lágrimas. Yo no le dejaba otra alternativa. ¡Me sentía tan lleno de razón! Ella pudo discutir y pelear, pero solo lloró. Mansa y suavemente, sus lágrimas me hablaban más y mejor que cualquier razonamiento por exacto que fuera. Era otro universo.

Y entonces un nuevo resplandor vino a instalarse en mi mente y en mi corazón. Dios estaba (guardando las proporciones) en la misma situación que yo en aquel momento. Y pensé. ¿Quien tiene razón entre Dios y yo? ¿Me riñe Él cuando peco constantemente? ¿No trato algunas veces también de justificarme ante Él? ¿Por qué no me ponía en la situación y posición que el apóstol Pablo nos recomendó? Sed imitadores de Dios como hijos amados.

¿No podría enfocar aquella situación como la podría enfocar Jesús? ¿No era la mejor manera de actuar aquella que contemplara para todo pensamiento y acción lo que podría y haría Jesús? 

Mis pensamientos se atropellaban a medida que iba comprendiendo. Oía a mi esposa llorosa y compungida. Su lucha era ternura y amor; la mía era petulancia tosca y desmesurada en mi porfía por desplegar lo obvio, lo evidente, odiando los sentimientos de ella. Sentí que la estaba humillando y que aquella no era la primera vez.

De pronto y sin pensar más, me dirigí de un salto al salón e hice una brusca entrada semejante a la salida anterior. Ella, sorprendida por mi brusquedad, se me quedó mirando sin saber lo que yo iba a hacer, ya que me acercaba a ella rápidamente y sin hablar. La prendí con mis brazos y sin decir palabra la abracé y llené de besos su rostro mojándome los labios con sus lágrimas. Los dos permanecimos así no sé cuanto tiempo. Parecía una eternidad y a la vez un fugaz instante.

¡Lo siento! Acertó a decir ella.

¡Lo siento!... ¡A mí!, que la había maltratado, no por maltrato positivo, sino por negligente y obtuso. ¡Lo siento, tienes razón!.- repitió. Y allí estaba entre mis brazos, la única persona que de verdad estaba dando constantemente  su vida por mí. Me concedía la razón. La razón mía, mientras una vez más renunciaba a su razón, en razón de su amor. Y ella tenía su razón femenina, que no era la cabezonería que yo le atribuí tantas veces anteriormente.

¡Oh mujer sabia y hermosa!. ¡Oh lágrimas de mujer que tanto poder cósmico proyectáis sobre el varón capaz de apreciarlas!. ¡Que humildad silenciosa y abnegada, que vencía a la lógica y a cualquier otra consideración. El universo mágico de mi esposa (como la de muchas más como ella) me hizo descubrir la creación de Dios desde otra dimensión y panorama distinto del que yo estaba habituado a contemplarla. Su seria, recia humildad y mansedumbre vencieron al hombre (torpe en su erudición e inteligencia) y lleno de vanidad en su ceguera. Que entrega tan dulce siendo señora... y sabiéndolo.

 ¡Hombre torpes ! dejémosnos vencer. Y tal como mi esposa tuvo todavía el valor de sonreir, las vuestras también lo harán. Entonces, y solo entonces, encontraréis el tesoro escondido, que no se muestra sino a aquel que está destinado a contemplarlo en toda su grandiosa majestad y amplitud.

¡Mujeres!: que buscáis vuestro destino y el ser «vosotras mismas». Solo vosotras mismas podéis ser impedimento para que lo logréis. Benditas mujeres que como mi esposa, sabiamente, habláis y vencéis a los hombres con la lógica del amor. ¡Si hasta Dios es amor!. Que tragedia, que nos pase a todos, tal como dijo el poeta en sabios versos.

 

 

Ojos que a la luz se abrieron,

un día, para después,

ciegos volver a la tierra,

hartos de mirar sin ver.