Más allá del suceso

    Autor: Rafael Angel Marañon


...ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Filipenses 2:13.

¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado. Lamentaciones 3:39.

Sucede que los incrédulos paganos miran sólo la superficie y el instante de los acontecimientos, y quedan anonadados y aplastados por cualquier contratiempo y dificultad. Luchan y se debaten porque ignoran el misterio de Dios, y sólo aciertan a ver lo que tienen delante de sus ojos. Viven desconcertados porque no saben, ni pueden, profundizar en el interior de los eventos, de su concatenación y de su fin que son clarísimos en la mente de Dios.

Ignorando todo lo que va más allá del suceso y el momento en que se produce, hacen juicios y dicen palabras necias y dañosas para sí mismos. Sólo el hombre de Dios ve más allá de lo inmediato y contempla todo el panorama desde la luminosa oscuridad de la fe. Sabe que todo está enlazado en una cadena misteriosa y que la adversidad de hoy tal vez sea el principio de beneficios posteriores incomparablemente superiores a los que pierden en tal momento.

De la misma manera, hay otros que al tener de cara y favorablemente todos los asuntos que emprenden, van sin notarlo a un seguro desastre. Al desastre del pagano.

Sabemos de personas dotadas de carácter y cualidades personales excepcionales que pasaron su vida oscura y anodina. Otros muchos, en cambio, fueron sacudidos por algún evento desfavorable que fue el inicio de su desarrollo óptimo años después y que ellos, en aquel momento tan triste, ni se atrevían a imaginar. Konrad Adenauer, a los sesenta años, no tenía trabajo ni medios de subsistencia. Sufrió prisión y riesgo grave de morir ejecutado.

En aquella época en que su porvenir parecía de lo más negro y triste, en el apogeo de la Alemania nazi, ¿cómo podía imaginar que a pesar de su edad y su situación dirigiría por largos años el destino de su nación?
Pero así aconteció. Aquel hombre que en el año 1944 podía ser eliminado en la cárcel por cualquiera al que molestara su rostro, a partir del año 1949 fue canciller durante catorce años y murió a los noventa y uno.

En cambio, todo lo contrario sucedió a sus angustiadores. Sólo tres ejemplos. El capitán general Alfred Jold, jefe del Estado Mayor del poderoso ejército alemán, decía días antes de ser ahorcado, tras haber sido juzgado en el histórico juicio de Nurenberg: «¿Por qué he nacido?», y contemplaba meditabundo una fotografía de su madre y de él cuando era niño. «Mejor dicho -añadió- ¿por qué no morí en aquella edad? ¡Cuántas cosas me hubiera ahorrado! ¿Para qué he vivido?»

Esto pensaba y decía. Atrás habían quedado, tras la guerra, más de cincuenta millones de muertos e incontables e indescriptibles tragedias, sufrimientos, muerte y desolación. El sólo había sido, y entonces lo comprendió, una pieza más de la inmensa máquina de la guerra. Si no hubiera sido él, habría sido otro.

No dominó ni un solo momento de su vida, porque el «gran río» le llevó en sus caudalosas aguas. Pensó que era importante y comprobaba, ya demasiado tarde, que había sido, ni más ni menos, uno cualquiera más de aquel horrible tinglado. Después del juicio y condena consiguientes, cada uno de los condenados responsables de innumerables hecatombes, hizo su frase. Todas nos dicen lo mismo.

Ellos eran piezas y no otra cosa; así decían. Pero unos años antes se creyeron semidioses, por encima del bien y del mal y, consecuentemente, así actuaron. Al final sus frases eran éstas. Wilhelm Keitel, capitán general: «He creído, me he equivocado y no pude impedir lo que hubiera debido ser evitado». ¡No pudo!

Ernst Kaltenbrunner, responsable del exterminio de millones de judíos: «Yo no podía erigirme en juez de mis superiores... Si cumplía órdenes que fueron dadas por otros, lo hice siempre en el marco de un destino muy superior al mío, que me arrastraba con todas sus fuerzas» ¡No podía! un destino superior, etc. Al cabo, todos llegaron a una misma conclusión. De una u otra manera, y reconocido de una u otra forma, eran títeres los que poco antes se creían dioses y como tales actuaban.

No podemos juzgar a nadie; sólo hechos, y éstos por muy conocidos. Napoleón no cabía en Europa y le sobró mucho espacio en el destierro de la isla de Santa Elena. Otros llegaron casi al límite de su ambición, pero, o están bajo tierra, o dentro de algún monumento y son desconocidos y pisados por todos.

La fuerza del universo animado y dirigido por su Creador se impone indiscutiblemente y ninguna criatura, por muy ensalzada que sea por el hombre, deja de ser una mota de polvo que a lo sumo realiza, sin saberlo, actos que ya están determinados exacta y minuciosamente desde la eternidad.

Así comprendido, podremos decir los creyentes:  Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti. Entre todas las gentes que conocemos, no son más felices o realizados los que parecen tener más holgura económica, más dones o más popularidad. Una mano invisible, poderosa e inteligente, gobierna el devenir de los hombres tanto como individuos, como colectivo.

Insertos en un mundo en donde nos sentimos y somos efímeros, vemos que no es posible dominar lo que sucede alrededor ni en nosotros mismos. El universo nos parece quieto y estático desde la perspectiva de nuestra corta existencia, pero si lo contemplamos desde la historia vemos cuán cambiante y repetitivo es. Se dice que “la historia es la repetición de los hechos”; basta contemplar las ilustraciones de un libro de historia para comprobar este aserto.

Los grandes hombres y los grandes imperios del pasado ya desaparecieron y sólo algunos de sus nombres figuran en algunos libros de historia, pero son prácticamente desconocidos y ajenos a toda la humanidad. ¡Sic transit gloria mundi! ¿Cuántos hay sumamente desgraciados, con un bagaje de dones enorme? Y hay muchos que, en su espíritu, son tremendamente dichosos y pacificados aun siendo especialmente acosados por la adversidad.

Las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para los verdaderos hijos de Dios, sino la actitud hacia ellas en su espíritu y en su mente. Todo lo ponderan con criterios sabios de discernimiento espiritual, a la luz de la Palabra de Dios, y las interpretan consecuentemente. Saben que forman parte de toda una inmensa realidad eterna donde todo es cuidadosamente pesado y calibrado; tienen su porqué y para qué, y no necesitan saber más.

Hoy vivimos tan pendientes de lo que piensan las gentes de nosotros que hacemos de nuestras vidas una continua esclavitud. La gente se abstiene de muchas cosas realmente necesarias y que no pueden adquirir, y en cambio de una sola vez, por un compromiso o fiesta, gastan en «prestigio» y apariencias lo que fácilmente les hubiera proporcionado aquello que verdaderamente necesitan.

Ahorran en alimentos, cultura, etc., y en un día, todo lo derrochan para tratar de impresionar a los demás. De ahí surgen discrepancias y apuros en las familias, pero, tercamente, las gentes se auto-flagelan con estas vanidades. Todo para que la imagen que quieren proyectar de sí mismas no se deteriore. Y si por cualquier motivo esto se desmorona, ya vemos a las gentes descompuestas y desesperadas, redoblando esfuerzos para recuperar... ¡la imagen!

«¡Pobre viudo!», dicen todos de ese hombre que ha perdido a su joven esposa y a su hijito en un accidente. Pero aquella sacudida le sirvió para echar fuera de él la vanidad y la falsa confianza en el ser humano Aprendió circunspección y serenidad.

Meditó sobre lo efímero de eso que llaman felicidad mundana y, convertido al Señor, fue posteriormente cristiano destacado y considerado por donde quiera que iba. La gente, todavía hoy, lo mira con extrañeza, pero con un respeto y un reconocimiento especial. Tal vez le consideran desgraciado, siendo como es el más sereno, dichoso y esperanzado. ¿Qué saben ellos de su interior? ¿Qué pueden juzgar si no lo conocen y, por lo tanto, sólo miran lo superficial y no lo sustancial que le capacita para la dicha y la serenidad, y que ellos ni tienen ni sospechan que se pueda poseer?

Ellos son, a fin de cuentas, los dignos de compasión y no él. Carecen de la riqueza espiritual que él tiene con tanta abundancia, y no pueden percibir los consuelos y el envidiable estado de paz en que este hombre vive.
El hombre de fe es siempre una continua fuente de sorpresas y misterio para todos en su porte y en su hablar. Es comprendido por el Señor y él lo sabe. Y siendo así ¿qué importa lo demás? Entre los hombres sólo es comprendido a la perfección por el que goza de la misma fe en Cristo, la misma confianza en Dios. Las gentes no entienden su serenidad y humor, ni su humildad y gentileza a pesar de su situación. Hasta suelen considerarlo lerdo o inconsciente, pero ¡qué saben ellos!

En mi juventud conocí a un chico espléndido físicamente, simpático y de gran predicamento entre las jóvenes. Ir con él era tener diversión  asegurada Todos eran sus amigos. Todo era éxito.

Años más tarde me contaron que cometió toda clase de enormes errores, precisamente a causa de su atractivo personal. Murió joven de resultas de males propios de su desordenada vida . Sus compañeros, más normales y menos dotados que él fundaron hogares, tuvieron familias y, unos más, otros menos, prosperaron, trabajaron y vivieron vidas fructíferas.

No resplandecieron tanto al principio, pero su llama fue más serena y duradera. No son los dones naturales de los hombres ni la «fortuna» lo que establece la dicha o la desdicha de los hombres. En Eclesiastés 8:10 se dice: Asimismo he visto a los inicuos sepultados con honra; mas los que frecuentaban el lugar santo fueron luego puestos en olvido en la ciudad donde habían actuado con rectitud. Esto también es vanidad.. Y ello es fácilmente comprobable. Todo lo que te viniere a la mano, hazlo según tus fuerzas, se dice en Eclesiastés 9:10. Pero entendiendo bien que... ni de los ligeros es la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas. (Eclesiastés 9:11).

Alabemos a Dios por su obra y su misericordia y recordemos las palabras tan bellas de Eclesiastés 12:6,7: Antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo, y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.

«Dichoso aquel a quien es dado ofrecer su juventud preciosa al Señor, y que Él la reciba» (G. Papini).