La fuerza de la vida cristiana

Autor: Rafael Angel Marañon

 

 

La tremenda fuerza de la vida cristiana, seria y eficiente, descansa sin duda en el hecho de que todo nuestro valor reside en Cristo. Es nuestra seguridad, porque Cristo no es una figura, un concepto, ni siquiera una doctrina; es una persona.

 

Todo nuestro porvenir, nuestro sostenimiento, descansa totalmente en su persona: «El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama». Lucas 11,23. Es una frase lapidaria y estremecedora. No podemos decir que no estamos suficientemente advertidos. Nada hay en esta expresión que nos lleve a duda o confusión. Por eso esta reflexión  contiene abundancia de citas bíblicas que hablan con mejor veracidad, certeza, y eficacia.

 

Solo dependemos de la gracia de Dios y todo lo demás en referencia a la vida de piedad, es decir, a nuestra relación cotidiana con Dios, se basa sobre ese firme fundamento. Cristo, que a sí mismo se definió: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.» Juan 14,6. Todo nuestro tesoro se halla claramente concentrado y depositado en Cristo; nada más... y nada menos.

 

Todo el Evangelio descansa sobre la buena, buenísima noticia, de que: «lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia. Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual ha sido hecho por Dios para nosotros, sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor». 1ª Corintios 1,30.  ¿Queda algo que añadir? ¿Algo valdrá, que sea sin el sustento de Cristo?

 

El apóstol dice de nosotros, y él se incluye en el conjunto, que somos lo vil y lo menospreciado del mundo, para que sepamos que todo procede y depende de Dios en Cristo. Para que no haya jactancia ni menosprecio de unos para con otros, pues en lo que uno aventaja a otro es concedido por Dios y no le pertenece. Tan pronto como se enorgullezca de su mayor avance se apea a sí mismo de él.  «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» 1ª Corintios 10,12

 

Estas palabras nos llaman a la humildad más sensata y sincera, y al gozo de la participación, desde la vileza heredada de la primera culpa, a la inmensa gloria de la naturaleza de Dios.

 

En Cristo están en su máxima e infinita dimensión, todos los tesoros de la gracia y el amor, así como, para abreviar, todas las perfecciones morales que, imitadas, otorgan al ser humano una naturaleza divina.

 

Esto último nos cuesta creerlo porque, lamentablemente, ignoramos las riquezas que la gracia de Dios ha puesto sobre nosotros, pero el apóstol Pedro dice en el preámbulo de su segunda carta, algo que estremece si se piensa sosegadamente y con oración en el Espíritu

 

... «así, todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de Aquel que nos llamó, por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia»...

 

Somos participantes de la naturaleza de Cristo con todo derecho, otorgado por el mismo Padre que es quien tiene en su omnipotente mano todas las riquezas de la creación, puesto que han sido creadas por él.

 

Ahora bien, el apóstol Pedro también nos da las pautas para que todo se haga por sus pasos, equilibradamente, y según el propósito eterno de Dios para nosotros. Así nos da las siguientes instrucciones, para que nuestro crecimiento espiritual no caiga en lapsos que corten la perfecta cadena de crecimiento: ... «vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe, acción; a la acción, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto, en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo».

 

Es, pues, claro y terminante el concepto, la promesa, y el procedimiento que nos corresponde seguir a nosotros para obtener esa naturaleza divina que se nos promete. Muchos de nosotros pasamos por alto estas simples, pero iluminadoras palabras, porque ponemos el énfasis en asuntos secundarios que tienen visos de piedad, pero que se quedan cortos, y desde el principio están condenados a ser más aguijón que bálsamo.

 

  Por eso añade Pedro en la plenitud de la edad y la experiencia, con el amor que Cristo supo comunicarle hacia nosotros: «Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados. Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo».

 

Cristo Jesús da promesas contrastadas y, o se cree, y entonces se manifiesta el cristiano de forma adecuada, o se duda o se desprecia la palabra de Dios, y se está fuera de este espléndido estado y de esta maravillosa promesa.