¿Fatalidad o gobierno de Dios?

Autor: Rafael Angel Marañon

 

Aunque la higuera no florezca ni en las vides haya frutos,
aunque falte el aceite del olivo y los labrados no den mantenimiento
... con todo, yo me alegraré en el Señor, y me
gozaré en el Dios de mi salvación.
Habacuc 3:17, 18


Todos tenemos, en puridad, algo de qué quejamos a cuenta de nuestra presencia física o de nuestro carácter. Pocos hay que se sientan totalmente satisfechos y sin defectos, a menos que sean unos insufribles petulantes.

Tengamos el defecto físico o psíquico que sea, lo cierto es que cada uno de nosotros puede vivir con el suyo. Naturalmente no es de nuestro gusto, pero en la mayoría de los casos aprendemos a convivir con él y nos acostumbramos tarde o temprano. Hasta podemos, a veces, sacar partido de algún defecto o carencia.

De Rodolfo Valentino, el famoso actor de los años veinte, se decía que su fascinante personalidad se basaba, sobre todo, en el ligero estrabismo que padecía. En palabras más rudas, que era bisojo; bizco. Pero parece ser que ello fue el detonante de su gran fama mundial entre las más famosas estrellas del cine naciente en su tiempo. Sólo hay que preguntar a las señoras que fueron jóvenes en la época en que actuaba. Su estrabismo y su rostro, ligeramente afeminado, fueron de gran atractivo para las mujeres. Baste decir que dos de ellas se suicidaron al serles comunicada la noticia de su muerte.

Posiblemente, de no haber sido por su defecto que tanto le favorecía, tal vez hubiese pasado su vida, anónima, como vendedor de golosinas en cualquier sala de cine en las que se proyectaran películas protagonizadas por otros actores. Su defecto fue su éxito.

Sea o no así, el caso cierto es que todos vivimos sujetos y constreñidos a los condicionamientos que la vida dispensa a cada uno. Aparentemente las cosas pasan «porque sí», se dice entre las gentes y «porque sí» suceden los desastres, las injusticias y el mundo sigue «rodando». Todos tenemos que morir, se dice siempre, pero jamás se acepta si se aplica a uno mismo o a los suyos.

El esclavo sigue esclavo, el enfermo sigue enfermo y un tifón, rayo o terremoto no distingue a nadie. Dios hace su obra y ella actúa dentro de las leyes que El le marca, aunque siendo soberano, Él no tiene por qué sujetarse, necesariamente, a ellas. La creación pertenece y se sujeta a Dios, y no al contrario. Si Él quiere, puede cambiar cualquier devenir, hacer o no hacer.

En la onda de la fe, sabemos que nada hay imposible para Dios. Esta afirmación tan verdadera, adecuadamente meditada nos da la constatación de lo que Dios es y cuál es nuestra posición ante él. El Señor se atiene a su propio gobierno y a su solo propósito en relación con su Universo. La naturaleza no es una fuerza ciega. Ocurre que nuestra diminuta inteligencia no puede ni imaginar el conjunto ajustado y perfecto de la combinación de acciones que componen la vida y el movimiento de la creación.

Todo está conectado en tiempo, forma y lugar entre sí por la sola inteligencia y omnipotente voluntad de Dios. En el interior de cada evento está Dios disponiendo y gobernando. Mucha gente sufre a causa de su lógica inhabilidad para comprender ni un átomo de lo que sucede, pero esto es debilidad e incompetencia de la criatura y no un error de Dios.

Y así suceden los males, los accidentes, las calamidades, etc. Sabemos que nada sucede sin el Padre, en actos libres y soberanos propuestos y determinados desde la eternidad. Es la clara visión de la fe. Detrás de cada suceso hay una realidad que no es casual. Los eventos pasan, pero esa realidad y ese determinado propósito y el poder que lo ha hecho posible, es lo que permanece.

En el camino de Emaús, Jesús resucitado preguntó a los discípulos cuando le contaban los sucesos de Jerusalén, creyéndole forastero y desconocedor: ¿Qué cosas? (Lucas 24:19). Aquellos eventos ya habían pasado. Delante de ellos tenían la realidad trascendente de Cristo resucitado del que, por fin, comprendieron que era la sustancia y motivo de todo lo acaecido.

El suceso es tributario de la realidad, forma parte de ella; pero sólo como fenómeno, no como núcleo del devenir de las cosas. Dios es la única realidad trascendente y esencial. Por eso podemos decir: Dios lo es todo. (Efesios 4:6; Corintios 1 15:28).

A un creyente en situación de extremo peligro sus compañeros, que compartían el mismo riesgo, le increpaban: «Sólo sabes hablar de Dios, ¿es que no sabes hablar de otra cosa?» Él, en medio de la gran agitación y natural crispación de todos, respondió mansamente: «¡Es que no hay otra cosa!»

Este hombre veía mucho más lejos que sus compañeros de infortunio. Los mismos peligros compartidos eran contemplados por él desde otra realidad y perspectiva distinta. Una sólida realidad, claramente percibida, que le hacía permanecer en calma y poder seguir confiando entre la desesperación de los otros.

Delante de Él estamos continuamente, y Él sabe todo lo que hay en todo. Ni un solo pajarillo cae sin permisión del Padre (Mateo 10:29). Las gentes no conocen más que una visión muy corta, estrecha, parcial y condicionada de la realidad. Los creyentes vemos nítidamente en la oscuridad de la fe, que es lo que nos da confianza y paz. Sin la fe, es imposible agradar a Dios (Hebreos 11:6) y enfrentar con paz y seguridad los problemas de la vida

La fe es el único camino sosegado, la única manera de vivir con sentido de eternidad, la única consolación, el único alivio que nos queda. Y esto es lo que agrada a Dios. La fe es la absoluta seguridad.

Cuando todo lo que nos rodea es un torbellino de angustia y temor, de apremios y confusión mental; cuando todo nos traiciona y abandona, ¿en quién encontraremos consuelo y poder para superar tanta dificultad?
No queda otra salida que seguir la luz de la fe. La claraboya de la fe.

Hay veces en que, a pesar de mi veteranía, me encuentro decaído e irritado. Se oscurece mi horizonte. Enfermedad mía es ésta (Jeremías 10) digo para mí Pero conozco a un buen amigo creyente que es ciego. Le telefoneo, le visito y no encuentro en él ninguna filosofía, consejo o teología al uso de los amigos de Job. Simplemente hablamos y su serenidad y su fe me reconfortan de tal modo que al salir de su casa me encuentro consolado y relajado.

En nuestros encuentros lo que menos cuenta es la altura teológica que alcanzamos, con ser esto un factor tan importante. Siento que Dios me interpela a través de aquellos ojos sin vista, ante los cuales me expreso y gesticulo como si no estuviera ante los ojos de un ciego. Sé que él también encuentra restauración en nuestras reuniones y en mí compañía, pero lo que para mí es más insólito e importante es la paz que me comunica en la aceptación consciente y doliente de su situación. Dios habla a sus hijos de muchas maneras (Hebreos 1:1). Para mí, ésta es una de ellas.

En la lucha y la brega de la vida hay que entender que, al lado de nuestras carencias, conviven tantos y tantos dones de Dios que sólo cabe decir: «Padre, tú permites esto. Yo no tengo nada que añadir. No tengo nada más que saber. Tanto yo como las circunstancias que me rodean formamos parte de todo tu plan, de todo tu designio eterno. Callo, pues, y espero confiado. Esto que me sucede pasará, como pasa todo. ¡Pero Tú estás ahí!»

«Sabes lo que siento; sabes que no soy dueño ni de mis pensamientos ni de mis reacciones pero, estando Tú, estoy tranquilo y pacificado. Te alabo y te doy gracias por contar conmigo. Gracias por el tesoro de paz que me concedes y que llena mi ser entero».

Y entiendo que aunque es Padre, consiente o determina, precisamente por ello, que a sus hijos les sobrevengan pruebas y dificultades. Consiente que seamos desechados, criticados y que estemos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados... para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal  (2ª Corintios 4:8-11).

En resumen, se trata de trabajar en paz, confiar y esperar en paz. Hacer nuestra parte y esperar que Dios haga la suya. Por ello, y con la mirada puesta arriba, donde está Cristo a la derecha del Padre, hagamos lo que podamos con todo entusiasmo, pero serenamente y con paz. Sabemos que cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, nosotros seremos manifestados con Él en gloria. (Colosenses 3:4).