Confianza y reposo

Autor: Rafael Angel Marañon

 

Pero en seguida Jesús les habló, diciendo: !!Tened ánimo; yo soy, no temáis! Mateo 14

No llaméis conspiración a todas las cosas que este pueblo llama conspiración; ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo.

Isaías 8,12

Porque así dijo Jehová el Señor, el Santo de Israel: En descanso y en reposo seréis salvos;

en quietud y en confianza será vuestra fortaleza.

 Y no quisisteis,

Isaías 30,15

 

En una ocasión fui de visita a casa de unos amigos cristianos. Era una casa enorme y en medio del campo. Cuando cayó la noche uno de sus hijos, un pequeño de unos cinco años, salió al pasillo frío y oscuro desde la caliente e iluminada habitación donde conversábamos los mayores.

¿No le da miedo salir al pasillo tan oscuro y grande?  pregunté a la madre indiferente, de tal modo que pensé (y por ello intervine) que no se había percatado de la salida del niño. Sonrió suavemente y me dijo: «El no tiene ningún miedo; sabe que lo que hay en la oscuridad es lo mismo que hay si prenda la luz. Si quiere puede entrar y salir y, si lo necesita, puede cuando quiera conectar la luz.

Fue quizás un hecho intrascendente en sí mismo, pero a mí me impactó fuertemente. Aquel niño debidamente instruido no conocía el miedo a la oscuridad de su casa, porque sabía que todo estaba bajo el control de sus padres.

En la casa se respiraba paz y serenidad, y aquel niño, sumergido en este ambiente no conocía inquietud o temor. ¡Que gran lección fue para mí! ¿Cuántas veces, después de este episodio tan intrascendente, he pensado en las palabras de Jesús!: Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos  (Mateo 18:3).

En la oscuridad luminosa de la fe, si desterramos nuestro orgullo que nos hace ver el mal en cualquier oscuridad, al igual que aquel niño no necesitaremos ver. La fe nos guía con paso más seguro y sin peligro alguno. No temáis; soy yo.

Aquel mismo día recibí otra buena lección en aquella misma casa.  El mismo niño que jugaba mientras hablábamos con sus padres, se manchó las manos de tinta cuando escribía torpemente según su corta edad, y su padre se ausentó brevemente. Yo le dije al niño: ¿Qué va a pasar cuando vuelva tu padre?

La madre, con la misma suavidad de antes me contestó sonriente: El no teme a su padre. Que venga o no, para el niño no tiene relevancia ni le produce inquietud. Él sabe que su padre adoptará ante cualquier emergencia, una buena solución en serena actitud. No le tiene miedo; simplemente, espera la solución y su padre le enseñará cómo ha de hacer para evitar en lo posible que se vuelva a manchar.

Aquello me dejó aún más perplejo y comprendí mejor desde aquel día cómo tenía que ser mi relación con el Padre celestial. ¡Con Dios Amor! Él proveerá de corrección y dirección. Por tanto, como el niño, ¡fuera el miedo!
El miedo siempre es consecuencia de una rebeldía no reconocida, ni puesta bajo la misericordia de Dios a quien desobedecemos.

No queremos doblegarnos ante Dios y recurrimos a excusas y subterfugios tratando de justificarnos en vez de reconocer el error (Génesis 3:10). Nos escondemos como Adán, y ese miedo en nuestra soledad rebelde crea enemigos, de lo que sólo son figuraciones fantasmales y fantasías inexistentes.

Hay quien ha vivido toda su vida con un miedo real y sumamente doloroso temiendo ser torturado. Se llegó a convertir en una fijación mental. Aquella persona murió tranquila en su cama; nadie la torturó. Pero su vida fue todos los días una constante tortura, pues el miedo a ella fue su verdugo. Inexistente físicamente, pero tan real para ella como si la hubiesen torturado.

No es un caso tan aislado. Los psiquiatras lo saben muy bien. El miedo a la muerte se convierte en una auténtica y real muerte diaria, como el miedo al fracaso, al más allá. Ese es el verdadero mal, el verdadero verdugo, constante e implacable. Es consecuencia de nuestro rechazo rebelde a la voluntad de Dios, y a su cobijo amoroso. A nuestra pretendida suficiencia.

El hombre, como Adán tras su pecado, se esconde de Dios porque desconfía de su misericordia y echa mano a cubrirse con lo primero que encuentra, a esconderse de Dios y encubrir su pecado.

Adán todavía desconfiaba de Dios. La serpiente le mereció más crédito que Dios (Génesis 3:7, 8). En lugar de reconocer su pecado y entregarse al Señor y a su gracia y misericordia, trató de volver contra Él, la culpa del mal que había provocado su desobediencia.

David, cuando pecó, dijo: Caiga yo en manos del Señor que tiene muchas misericordias.. (20 Samuel 24:14). Adán resistió y porfió. Así  que se  atrevió a reprochar a Dios: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí (Génesis 3:12). Aquí vemos en este pasaje nuestro propio retrato. Se trata siempre de atribuir a Dios y a los bienes que derrama sobre nosotros, la culpa de las consecuencias de nuestro orgullo y rebeldía.

Desobedecemos y, claro está, nos sale mal el asunto. ¿Quién tiene la culpa? El hombre rebelde dice: ¡Dios! y permanece en su pecado y condenación. El cristiano dice: La culpa es mía y sólo mía, y mi pecado lo reconozco porque está delante de mí (Salmo 51:3, 4). Sólo me queda la misericordia de Dios. En ella me apoyo y no en ninguna justificación que siempre es falsa y vana. Y soy perdonado, consolado y restaurado. Dios es mi Padre; nuestro Redentor perpetuo es su nombre. (Isaías 63:16).

Desde el primer pecado, el miedo es el azote de Dios y enemigo y torturador del ser humano rebelde. Cuando Adán recibió a Eva, dijo: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne. (Génesis 2:23). La recibió como lo que era: un don maravilloso de Dios. Pero cuando pecó, le sirvió para reprochar a Dios: La mujer que me diste... (Génesis 3:12).

Cobardía y mentira. Su culpa era suya y su responsabilidad también, como suya era la potestad tan amplia que Dios le concedió (Génesis 2:15).
Resistió y padeció. Se enfrentó y provocó la ira de Dios, en lugar de someterse y aguardar el efecto de su gracia y misericordia por la que, gracias a la bondad de Dios y, a pesar de su pecado, no fue destruido al instante. Pero todo fue maldito por su causa. (Génesis 3:17).

Así ahora nosotros repetimos la experiencia de Adán. ¿Cuántos enfermos reprochan a Dios la mala función de un órgano de su cuerpo? Mientras lo tuvieron sano no dieron gracias a Dios. Sólo cuando enfermaron se dieron cuenta de que anteriormente les había ido bien con él, pero nunca habían dado gradas a Dios por el don de la salud.

Resistirse a algo es convertirlo en enemigo. Todo lo que rechazamos, que es voluntad inapelable de Dios, lo hacemos enemigo. Los trabajos, la enfermedad, el amigo cargante y pesado. Cualquier cosa que rechazamos, la constituimos al instante en una antagonista tanto más enconada cuanto más tozudamente la resistimos.

Resistir es provocar. Enfrentarse es guerrear. La mayor fortaleza es la mansedumbre y la aceptación de lo que no podemos modificar o cambiar. Si Cristo podía y no quiso, ¿por qué nosotros, que no podemos, lo intentamos con tanto perjuicio propio? ¿Por qué en la confianza no hemos de vencer como El lo hizo, si le dejamos vivir en nosotros? Confiad, yo he vencido al mundo. Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz, dijo Jesús (Juan 16:33).

Los cristianos, creyendo esto, sabemos que siendo designio y voluntad de Dios, lo que sucede es para nuestro bien y que al final todo tendrá un buen desenlace para nosotros (Apocalipsis 22:3, 4). Mientras tanto nos corresponde callar, confiar y esperar. Y así nos encontramos, cómodos, descargados, felices y en paz con nosotros mismos y con los demás. Dios se encarga de todo lo que atañe a sus hijos. Hay un reposo para el pueblo de Dios. (Hebreos 4:9). Somos nosotros mismos los que inútilmente nos «complicamos la vida».

Ciertamente nadie quiere estar enfermo, arruinado, sufrir un accidente o una agresión, ni ser calumniado, desechado y mal pagado en sus buenas acciones con desagradecimiento.

Recuerdo a un hombre que luchó con su vocación cristiana desde muy joven. Ganó, perdió, ganó y volvió a perder. Fue esquilmado, calumniado por los beneficiados que no querían reconocer su ayuda, y sufrió despojo de bienes, fama y salud.

Con la perspectiva de treinta años después, contempla maravillado la acción continua de Dios, y ya poco queda que hacer para él, sino alabar de forma continua a su Padre celestial y admirar su obra en Cristo.

Todo pasó y todo pasará. Pero él no se cambiaría por nadie ni por todos los tesoros del mundo. Su tesoro es Cristo, y de Él no cesa de recibir cariño y demostraciones de amor que no puede corresponder en la misma medida, a causa de su reconocida y común flaqueza humana. Pero alabar sí puede, y lo hace. Sólo con la mirada puesta en Cristo lo podemos todo. Como dice San Pablo Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. (Filipenses 4:13)

Y pacíficamente como ofrenda en olor agradable a Dios, se ofrece cada día con acción de gracias y alabanza por los bienes espirituales y también materiales de cada día, (son todo uno) y sobre todo por el dador, ante el que se entrega en abandono total y confiado en el supremo amor de Dios.

«Señor, dueño de todo, del universo, de la tierra, de los hombres, de mí y de mi vida; confío y espero en tí. Tú lo haces todo bien. Bendito seas y gracias por todo lo que veo,y por lo que no veo. Espero en Tí».