Adversidad y actitud

Autor: Rafael Angel Marañon




Que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo
   la adversidad. Yo, Dios, soy el que hago todo esto. Isaías 45,7
                                      
   Mira la obra de Dios; porque ¿quién podrá enderezar lo que
   él torció? En el día del bien, goza del bien; y en el día de
   la adversidad, considera. Dios hizo tanto lo uno como lo otro,
   a fin de que el hombre nada halle después de él.

Eclesiastés 7,13
                                
   Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
(el amor). 1ª Corintios 13,7

  El ser humano vive inmerso en un enigmático universo, rodeado de un cúmulo de dificultades, de agresiones internas y externas, así como de deseos frustraciones e ilusiones que se desarrollan dentro de su propio interior; las más de las veces no dependiendo lo más mínimo de su propia voluntad.

Se siente como una pavesa en el viento, y desea desesperadamente, aun en las mejores circunstancias, estabilidad, bienestar y vigencia, que no percibe en la «loca rueda de la fortuna», que no cesa de girar. El temor le acompaña a lo largo de toda su vida. Temor en la niñez, en la adolescencia y en cada tramo de la vida continuamente. En cada época el suyo, pero en todas se siente atrapado por el temor.

Asimismo, aun en la paz más estable, el ser humano, que es complicado por naturaleza, tiende a complicarse aún más sin poderlo evitar. Así se dice con acierto: «El que no tiene una cruz, con dos palitos se hace una».

Aun en paz y sosiego, tan fugaces, la imaginación (la loca de la casa), se inventa motivos de inquietud, bien para proyectarse hacia adelante, tal vez en pos de una fugaz quimera, o bien para retraerse y replegarse dentro de sí misma, defendiéndose de algo que sólo existe de una manera subjetiva e irreal, aunque parezca real para ella.

Ante la dificultad o la adversidad, hay dos modos principales de enfocarla y enfrentarse a ella: la cristiana y la pagana. Es decir, la del hombre de fe y la del que quiere confiar en todo menos en Dios.
El cristiano confía en Dios para todo. El pagano lo invoca «por si acaso» pero a la vez se agarra de forma desesperada a lo que encuentra de misterioso.

Los cristianos, sin dejar de ponderar y comprender, con la mayor profundidad que nos es posible, el estado de ánimo del incrédulo enfocamos

la cuestión desde la perspectiva del hombre de fe.

El ánimo del incrédulo, que está siempre sobresaltado y temeroso es, muchas veces, nos guste o no, similar al del cristiano tibio y desentendido de las cosas de Dios. Por ello estamos seguros de que sólo el verdadero creyente, el elegido, puede aplicarse con eficacia estas consideraciones.  

Dejemos por sentado que no menospreciamos las turbulencias internas y externas de cualquier ser humano. Todos somos humanos, por tanto «nada humano nos es ajeno». ¿Quién puede sustraerse al agitado devenir del sufrimiento humano? ¿Quién podrá comprender el misterio que se mueve en la existencia de cualquiera?

Pero hay que dejar bien sentadas dos premisas principales para enfrentarse con un tema tan delicado. Primera. No es lo que nos sucede, sino nuestra actitud ante ello, lo que hace que cualquier dificultad con la que nos sentimos enfrentados sea para nosotros algo terrible, o sólo un inconveniente pasable. Repetimos, es la actitud subjetiva la que proporciona identidad y cuerpo a lo que nos sucede objetivamente.

Un ejemplo: Cuando mi hijo era pequeño había que llevarlo periódicamente a la peluquería, como es natural. Era una "odisea". Tan pronto como el peluquero nos veía entrar en su establecimiento, nos lanzaba una mirada mezcla de simpatía y de compasión por él y por nosotros. El niño gemía, se agitaba, protestaba, sudaba... y el peluquero y yo con él.

Una larguísima hora era precisa para hacer el trabajo, agitados y malos que dejábamos pasar el tiempo más de lo conveniente, antes de volverlo a llevar.

Un día que se hallaba más sosegado pude persuadirle de que si se quedaba quieto, le podía prometer que el asunto duraría menos de la mitad del tiempo y el trabajo sería menos desagradable y aun pasable para él mismo. El niño era inteligente y comprendió. Dios sabe el esfuerzo que el chico haría con tal de contentarme. Lo cierto es que los siguientes cortes de pelo fueron totalmente tranquilos, sin gemidos, ni tirones ni sudores.

Eramos el mismo peluquero, el mismo padre y el mismo niño, pero la actitud de éste era distinta y todo cambió a mejor. Ya jamás volvimos a padecer aquel suplicio. La actitud del niño, confiado, positivo y calmado, fue el condicionante de aquella estupenda variación.

Podemos colegir, pues, que es nuestra actitud ante cualquier situación lo que condiciona decisivamente las circunstancias y resultados en casi todos los aconteceres de la vida. Mala actitud y enfrentamiento es igual a sufrimiento. Buena actitud es serenidad y paz. Comprueben en un niño pequeño al que hay que ponerle una inyección. En medicina, y ante cualquier intervención médica, lo que más aprecian los cirujanos es la serenidad y confianza del enfermo, que les facilita de forma extraordinaria la necesaria intervención. Y lo dicho es extrapolable a toda situación.

Segunda. Muchas veces preguntamos: ¿Cuál es la voluntad de Dios en este asunto tan doloroso y complicado que me está sucediendo? Podemos decir con toda certeza: La voluntad de Dios es exactamente lo que me está pasando! ¡Esto mismo!

En esta actitud, que es difícil si es sincera, el creyente comprueba sin más cuál es la voluntad de Dios. La fe repite constantemente: ¡Esta es!
Y ya no hay por que devanarse la cabeza ni agitar el corazón. Todo lo que ha pasado, pasa o pasará, es la voluntad de Dios. Los mismos sucesos son su voluntad y los resultados de esa voluntad.

Ya decimos que es difícil, en un trance cualquiera, decir y sentir esto con sinceridad y acatamiento real. Pero es así, y no de otra forma. Dios crea, vitaliza y controla su universo. No se descuida o duerme, ni tampoco se equivoca. Si lo sentimos así, comprobaremos más adelante esta verdad tan reconfortante.

¡Palabra de Dios! Nosotros verdaderamente lo creemos así sin más discusión, y por ello procuramos hacerla real y viva. Y es que para nosotros estas palabras que se leen no son un acto más del ritual, Son reales y transformadoras de vidas.

¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó? ¿ De la boca del Altísimo no sale lo malo y lo buena? ¿Porqué se lamenta el hombre viviente? ¡Laméntese el hombre de su pecado!... Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso (Lamentaciones 3:37-39; 28). Mi alma está muy turbada y tú, Señor, ¿hasta cuándo?. Salmo 6:3. Conozco, Señor que tus juicios son justos y que conforme tu fidelidad me afligiste.
Sea ahora tu misericordia para consolarme Salmos ¡Cuántas y cuántas citas bíblicas podemos aportar! Son innumerables, y todas nos enseñan que el hombre, ante la prueba, conoce las dos cosas principales en medio de ella.

1ª Todo proviene de la voluntad de Dios, adverso o favorable aun desde nuestra corta perspectiva.

2ª Dios sabe lo que hace.

La primera consideración ya nos proporciona un horizonte de alivio y esperanza Le sigue consecuentemente que la liberación vendrá en todas las ocasiones. Para  verdadero  creyente, hasta la muerte es una forma de liberación.
A veces esta liberación, este escape, se presenta rápidamente y otras, aunque ocasionalmente parezca que se aplaza según nuestra torpe impaciencia, al final llega con fruto cierto y abundante (Hebreos 12:11). Siempre hay liberación para el que está en el Señor si sabe esperar el momento oportuno.

Las formas, pues, y el tiempo del consuelo, hemos comprobado que dependen de Dios; como todo. Que el consuelo llega es cosa segura; basta estar confiado. La paz llena al creyente, que sabe que el Padre no aflige ni entristece por el placer de atribular a sus criaturas. Antes bien, si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias (Lamentaciones 3-32).

La aparente y. por tanto, falsa arbitrariedad que los paganos atribuyen a Dios, porque desconocen sus designios de amor, los cristianos confiados en su fidelidad la consideramos como lo que verdaderamente es: una prueba que, como a hijos amados, nos hace pasar para darnos reflexión, dirección e inteligencia espiritual. Aun cuando observemos que viene concatenada con otros acontecimientos que a nosotros nos puedan parecer no relacionados con lo que nos atañe.

El cristiano escarmentado y de vuelta de las falsas filosofías, ya no pone atención ni hace depender su vida de las mundanalidades nocivas y, por tanto, tiene libres su mente y su cuerpo para oponer a la agresión externa o interna las adecuadas contramedidas con total eficacia.

En la convicción de depender de su Padre soberano y bueno, le es permitido al cristiano afrontar los problemas que emergen ante sí con la elegante y desconcertante naturalidad que tanto sorprende a los paganos.
Ninguna agresión o padecimiento hará derrumbarse al cristiano convicto y confeso de su propia debilidad y dependencia.

Es el ser más débil e indefenso y a la vez la más poderosa fuerza del universo creado. Al no tener poder propio alguno, posee para existir el poder de Dios en la plenitud de Cristo. Es hechura nueva elegida y privilegiada por Dios, Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. Filipenses 4:13. Lo experimentamos, lo percibimos así en cada instante y una alegría interior indescriptible, real y sentida profundamente nos invade momento a momento.

En el triunfo o en el desastre mundano vemos impostores y engañadores. Tanto en una como en otra situación conocemos que, fijos los ojos en la luz del Cielo, podemos atravesar tranquilamente tanto la oscuridad del fracaso como la falsa luz del triunfo mundanos. Romanos 8:37.

Ciertamente vivimos aquí, en otra esfera de la existencia en la que se contemplan por la fe y la revelación, ambos lados del misterio de la vida y la realidad del más allá. Todo constituye un complejo de factores que forman parte de una misma unidad del obrar de Dios. Percibida de una forma maravillosamente real, hace de nuestras vidas una experiencia trascendente y eterna.

Formamos parte del "Pleroma", es decir, de la plenitud de Dios, en Cristo, y todo forma parte del mismo plan y de su misma realización. Nos llevaría tan lejos este pensamiento que hemos aprendido con simplicidad a decir: ¡amén! en cualquier circunstancia o tiempo. ¡Y sabemos lo que decimos!

La gran equivocación entre tantas grandes equivocaciones es que, a menudo, confundimos las dos palabras, mal y adversidad. ¡Cuántas veces hemos comprendido, aun desde nuestra mente testaruda, que aquella adversidad no fue un mal! Contemplado desde la actual panorámica, fue el salto a un enorme bien.

Y exclamamos: ¡Menos mal que el Señor lo hizo a su manera, y no como yo creía que debía ser hecho! Todo hemos de verlo como fin hacia la última manifestación de la gloria de Dios. Y la gloria de Dios es lo único de valor a buscar puesto que, aun egoístamente, es la sola garantía de nuestra gloria.