Compunción y lágrimas

Autor: Rafael Ángel Marañón    

 

Disputadores son mis amigos; Mas ante Dios derramaré mis lágrimas.
(Job 16:20)

Todas las noches inundo de llanto mi lecho, Riego mi cama con mis lágrimas.
(Salmos 6:6)

Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche,
(Salmos 42:3)

Pon mis lágrimas en tu redoma

(Salmos 56:8)
 Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán.
(Salmos 126:5)

¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas!,
(Jeremías 9:1)

Derramen mis ojos lágrimas noche y día, y no cesen;
(Jeremías 14:17)

Mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos.
(Lucas 7:44)

, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno.
(Hechos 20:31)
 Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas

Con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte,

Fue oído a causa de su temor reverente.
(Hebreos 5:7)

 

Muchas veces hemos pasado por situaciones comprometidas, tristes, y hasta peligrosas, y siempre nos hemos valido de nuestras propias fuerzas y de nuestro propio criterio, para enfocar, discernir y resolver nuestras dificultades. No hemos puesto nuestras cosas en manos de quien todo lo puede, tal vez por miedo, o por no creernos merecedores de la protección de Dios en cada momento. La conciencia nos acusa, y así nos impide ir a la fuente de todo consuelo.

En cambio los grandes hombres de Dios comprendieron muy bien su estado ante Él, y como los que oyeron la predicación de Pedro en el templo, después de este recibir al Espíritu Santo, se compungieron de corazón, y rogaron por que se les librara de la ignorancia y el error por los medios de Dios, y no por sus propias fuerzas. Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? (Hechos 2:36).

Esa es la pregunta que surge, enseguida que recibimos la iluminación, para comprender y buscar la voluntad de Dios. ¿Que haremos? Como David lloraba su pecado, como Ana la madre del profeta Samuel, conductor y juez de Israel, cuando pedía al Señor un hijo: ella con amargura de alma oró a Yahvé, y lloró abundantemente. (1ª Samuel 1:10). Y también Ezequías en trance de muerte, así como Nehemías al contemplar la ruina de Jerusalén. Todos ellos lloraron, por que era lo único que podían ofrecer a Dios; sus lágrimas salidas de sus ojos y su corazón afligido.

Lloraban las santas mujeres al paso del inocente Jesús, cargado con su cruz, y lamentaban clamando por la gran injusticia de aquel tormento, pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos... Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará? (Lucas 23:28 ss.). Él sabía que los lloros habían de ser por nuestro triste destino, y no por su muerte y sufrimientos, que devinieron divinamente en su resurrección y su ascensión a los Cielos.

Las lágrimas verdaderas, son lluvia que apaga los incendios de nuestras concupiscencias. Son la señal de que, arrepentidos de veras, nos acercamos dolidos al Salvador, para que nuestras lágrimas ablanden el rigor que hemos merecido. Ese temor y esa esperanza, es la que produce lágrimas, que de suplicantes, se tornan en jubilosas cuando nos sentimos perdonados y acogidos de nuevo al favor de Su Divina Majestad.

Si interiormente sentimos la gravedad de nuestros pecados, el destino eterno de los que son condenados, y están bajo la ira justa de Dios, lloraremos de arrepentimiento, y después de gratitud por la misericordia de nuestro Salvador para con nosotros.

No podemos, estando envueltos en mundanalidades, entrar a la santa y bendita  compunción. Solo teniendo en nuestro interior ese espíritu de conocimiento de nuestros pecados, y el firme propósito de rechazarlos, comenzarán las tentaciones de afuera a debilitarse hasta morir. Evitando las ocasiones, el bullicio y los falsos deleites, es como podemos entrar en un estado de limpio conocimiento de la grandeza de nuestra vocación.

No es conviviendo con la charlatanería acusadora, (propia del diablo), y en los deleites mundanos, por muy legítimos que nos parezcan, como podemos entrar en la órbita de nuestro Señor. El que gusta de hablar y oír cosas vanas y perjudiciales para otros, no puede tener el corazón compungido, pues sigue deleitándose en las mundanalidades. Dice Santiago apóstol: Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. (Santiago 4:9).

Nuestros pecados son atroces, como atroz fue el padecimiento de Jesucristo para eliminarlos. No es cosa baladí, a la que se puede ponderar desde una posición de autosuficiencia o indiferencia.

Es entonces, cuando lloramos conscientes de nuestra posición de pecadores perdidos, cuando la verdadera contrición entra dentro del corazón de la persona. La boca se cierra ante Cristo, el lloro sustituye a las vanas palabras, y la lengua comienza a emplearse con discreción y sobriedad, por que según dice el mismo apóstol: la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. (Santiago 3:6).

No solo es condenado el hablar mal, y por ello, hacer grandísimo daño a otros, sino que el mismo Jesús dijo claramente: yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. No solo la palabra mala, sino aun la que no siendo mala, es vana y sin utilidad.

 Guardemos cuidadosamente nuestra boca y nuestro corazón, para no tener que enfrentarnos en el juicio que ha de venir para todos, con los propios dichos que, en conciencia, sabremos haber hecho salir de nuestra boca. Y entonces el lloro ya será inútil y tardío.

El Rey David lloraba por la muerte de su hijo Absalón el rebelde. Lloraba el profeta Samuel la muerte del rey Saúl, al que él mismo había ungido por orden del Señor. Lloraba también Jesús por la cercana destrucción de Jerusalén, la ciudad que mientras tanto, olvidándose de Dios, vivía alegre y confiadamente, sin sospechar que su destrucción se apresuraba.

Las lágrimas derramadas por no poder conseguir algún deseo mundano, no son lágrimas que rieguen fruto alguno. Las lágrimas que surgen del propio conocimiento y aflicción por nuestras flaquezas y rebeliones, esas son las que llevan al arrepentimiento y, por tanto, al perdón de nuestro Señor.

Pidamos pues al Señor, en el nombre de Cristo, que nos dé compunción de espíritu, y nos demos cuenta de la enormidad de nuestros pecados y, sobre todo, por el desprecio y el descuido en el que tenemos a nuestro Dios.

El velo del Templo de Jerusalén se rasgó de arriba abajo, a la muerte de Cristo, como muy oportunamente nos dice la Santa Escritura. Así ya  sabemos que la iniciativa siempre parte de Dios, pero comprendiendo nosotros, que es para llamarnos a una vida superior. Él quiere despegarnos de la carne, que es el velo que nos separa de Dios, tal como el velo del templo separaba a los hombres del lugar Santísimo, morada de los querubines y de la presencia de Dios. Cristo rompió el velo que nos separaba de Dios y ya somos hechos hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. ¡Aleluya!  

AMDG.