En la plenitud de Dios

Autor: Rafael Ángel Marañón  

 

Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo,

    De quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra,

     Para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria,

El ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu;

     Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones,

A fin de que, arraigados y cimentados en amor,

     seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos

 cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura,

     y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento,

Para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.

     Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos,

según el poder que actúa en nosotros,

     a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades,

Por los siglos de los siglos.

(Efesios 14 y ss.)

 

Cuantas veces nos derramamos en una evangelización anárquica que, sin ser ni inútil ni provechosa, nos hace descuidar la llenura del Espíritu en nosotros mismos. Nadie puede dar de lo que no posee en abundancia. Nadie puede comunicar nada de lo que no rebose él mismo.

El que es estrecho dará estrechura, y el que de amplio corazón será generoso. Es axiomático. Así nosotros necesitamos rebosar Espíritu para impartir Espíritu, y valentía para comunicar valentía y así también en la alegría, la esperanza y en todo lo que surge de la unción que Dios da por medio del Espíritu de su hijo.

Hay que comprender y asumir íntimamente, todos y cada uno de los requerimientos que arriba se exponen, en el texto de Efesios 14, con un orden admirable. Cuando se consigue y se está en la total onda de Dios, es cuando nos podemos lanzar a la prodigiosa aventura de la evangelización. Cuando esta se hace sin los requisitos mencionados, deviene en una mediocre comunicación que no echa raíces en el suelo humano en que se pretende sembrar.

Nunca es inútil la evangelización. Proclamar el nombre de Cristo entre las gentes, es siempre un imperativo para el cristiano. Hacerlo a voleo sin distinguir la tierra donde se siembra, la semilla que se lanza, y el tiempo y su adecuación, estrecha enormemente los márgenes que se exigen para que la labor sea productiva y, sobre todo, vaya en la dirección correcta.

En muchos casos, el testimonio o la evangelización son confundidos con una variante de la sabiduría del mundo, por lo que todo el esfuerzo queda en la “fabricación” de prosélitos, para cualquier forma de culto o filosofía.

En la Iglesia de Dios, es el mismo Dios el que preside cualquier cosa que hagamos en su nombre. No nos importe que nos demos más o menos cuenta. No depende de nosotros ni de nuestras percepciones, aun siendo tan importantes, pero la realidad no es cuestión de percepción.

Dios está en la Iglesia en la presencia prometida de Cristo y, por tanto, es algo exógeno a nuestras capacidades de emotividad o comprensión. Él está. Y eso basta. Lo que sí es importante, es penetrarnos de amor verdadero, y así hallaremos y seremos llenos de toda la plenitud de Dios.

Recordemos el versículo  que describe la entidad de Jesucristo: El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.

Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud,

 Si somos plenamente conscientes de esta cualidad divina de Cristo, todo lo demás correrá por sus cauces naturales y espirituales. Las dudas y las porfías, solo se generan en la inadecuada comprensión de estos misterios y así, con la interpretación bajo conceptos humanos, todo se descarría y enreda para perdición de los que así se conducen.

Es pues necesario si se busca servir en la evangelización, sentir y asumir internamente en el espíritu propio, las enseñanzas continuas del Espíritu de Dios. Este Espíritu, que ungió a Cristo, nos hará también ungidos cuando nos entreguemos de corazón a esta forma de doctrina en la persona del Salvador.

La evangelización solo es, en estas condiciones, derramamiento de Espíritu, que mana sin el control del que lo transporta, porque es este Espíritu el que hace la labor. Él produce los frutos que el humano busca muchas veces por su propia voluntad y capacidades, a veces sin explicarse como no consigue adeptos o conversos, aunque sea solo en apariencia.

Todo, en el terreno espiritual, está de tal forma interrelacionado, que se pide todo el esfuerzo y la entrega, con el fin de alcanzar todas las condiciones que se requieren para obtener la plenitud de Dios. Es ser un ungido con Él, porque ya se obtiene la unción completa. Lo demás queda en las cosas subsidiarias y de importancia menor.

¡Que Cristo more en nuestros corazones! Así seremos tenidos por dignos de presentarnos y estar de pie ante el Todopoderoso, en el gran día de Dios, cuando todo haya de ser visto y expuesto a la luz del Espíritu. En esto insiste el evangelio, constriñéndonos y ordenándonos: Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre. (Lucas 21:36).

Tengamos cuidado de procurar los dones de Dios, y sobre todo el mayor de todos. El amor. Porque nunca lo repetiremos bastante; Dios es amor. Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. (1ª Juan 1:16).

Si Dios es amor, y de eso no cabe duda, es imperativo que le imitemos como es mandato de la Escritura y, por lo tanto, no es cuestión de repartir amor, sino de ser uno mismo amor. Ese amor que nos hace ser comprensivos, misericordiosos, amigables, desprendidos, abundantes en la gracia y prudentes y escasos para juzgar. No temamos ser sus imitadores. Él mismo, nos dará el poder para serlo.

Ese es el amor que nos ejemplarizó Cristo en perfecta comunión con el Padre, y consecuentemente practicó en toda relación con los seres humanos. A Él sea la gloria y la adoración por toda la eternidad.