Donde están los malos

Autor: Rafael Ángel Marañón

¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? 

En ninguna manera; pues ya hemos acusado 

a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. 

Como está escrito: 
No hay justo, ni aun uno; 

No hay quien entienda, 
No hay quien busque a Dios. 

Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; 
No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.

(Romanos 3:9 y ss).

a Biblia afirma que no hay un solo hombre bueno. Además agrega que solo un hombre, Jesús, fue el único totalmente justo y que su muerte injusta fue aplicada a todos los que quisieran, por que Dios había dispuesto que el que era perfecto y de su genealogía divina, sería el que llevara en sus hombros el pecado de todos nosotros.

Una fábula bonita ¿verdad? Pues no, caballero, no señora que me leen. Esto es ni más ni menos que la realidad. Si usted oye la radio, lee los diarios, o sobre todo si mira como casi todo el mundo unas horas la televisión, habrá visto pasar por delante de usted las más inimaginables criaturas, y los más increíbles hechos diariamente en todo el mundo.

No es cuestión de razas, nacionalidades, ni siquiera de sexo. Es cosa de la humana naturaleza. Ignorar esto puede que nos tranquilice algo, y nos haga pensar que son unas raras excepciones, que por ello mismo constituyen argumentos de películas o diarios.

Pero la realidad es, que cada uno de nosotros podemos medir a los demás por nuestros propios sentimientos, en las ocasiones en que son puestos a prueba. Hemos visto las atrocidades que se cometen cada minuto en todo el mundo. 

Hasta la nauseabunda propaganda de muchas organizaciones, que buscan su ilegítimo lucro a través de la exacerbación de estos terribles hechos y situaciones, mediante la simulación de un trabajo de ayuda a los más desfavorecidos. 

Todo esto forma parte del bagaje de los malos sentimientos, que estamos dispuestos (cada uno de nosotros) a poner en marcha en situación propicia. Y ello hace que guerras y odios se originen de esos sentimientos cuando ya individualizados o masificados, desembocan en las hecatombes de las que cualquier ciudadano medianamente informado es conocedor.

Como cualquiera que participó en los históricos momentos de las guerras, y de las acciones individuales o colectivas, nosotros podríamos ser también uno de los que las perpetraron, de ser obligados, instruidos, o llevados de la corriente de pensamiento general de aquel tiempo. 

No somos mejores que los nazis, o personas de otras ideologías que, antes y ahora, han sido capaces de perpetrar tamañas atrocidades, que nosotros también hubiésemos perpetrado, si hubiésemos sido introducidos en ese baño continuo de perverso pensamiento. Solo la acción del Espíritu en nosotros nos ha librado de tamañas barbaridades.

Ya lo dice San Pablo: Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados. (Romanos 3:21).

No es ese el modo de pensar de las muchedumbres que pueblan este planeta. Ellos creen en la bondad intrínseca del ser humano, y consideran las acciones malas de este como una patología, es decir, como una alteración enfermiza del natural bueno de la persona, y no como una naturaleza depravada generalizada en todo ser humano caído. Es cierto que muchos hombres famosos nos pueden hacer comulgar en este modo de pensar. Pero si penetramos a través de hechos que la historia nos pone ante los ojos, comprobamos que ninguno fue, ni por lejana comparación, como nos imaginamos ignorantemente, y desde luego están todos muy lejos de la perfección humana que abundó en Jesús por su naturaleza divina.

No quiero dejar en mal lugar a los que admiran, y con razón, muchas bellísimas virtudes de Ghandi, Luther King, Einstein, Franklin, Washington… y un amplísimo catálogo que no es conveniente enumerar, pues no hace falta herir a nadie, ni levantar susceptibilidades innecesariamente. Pero todos tuvieron muchos motivos que sabidos avergonzarían, y en muy alto grado, en muchos de ellos o casi todos. Nadie como Jesús de Nazaret. El hijo de Dios vivo.

Si todos los hombres somos tan buenos, ¿Quién perpetra esas atrocidades como vemos que suceden todos los días? ¿Como andamos con miedo, y no nos atrevemos a marchar solos por vías poco transitadas? ¿Como cerramos nuestras puertas y ventanas con tanto cuidado y solidez? ¿Por qué las naciones se ocupan de gastar ingentes cantidades de dinero (que sería como panacea para la pobreza), en armamentos y en organizaciones de espionaje, represión etc.?

No somos mejores que otros porque no nos encontremos en su misma triste situación, sino que nuestra situación nos hace “parecer” mejores. Hoy es corriente oír hablar a los que Martín Fierro llamaba “los puebleros”, con unos quejumbrosos lamentos por la situación de la humanidad, que da grima oírles. ¡Que cantidad de compasión rezuman! ¡Que preocupación por el bienestar de la humanidad! Ya hasta los cristianos parecemos crueles e inmisericordes, comparados con las largas peroratas o frases lapidarias y repetidas, con que ellos califican cada situación. 

¡Que manera más cautivadora de tratar el tema del racismo, de la enfermedad, de la pobreza, de la soledad. etc.! “De los males que sufrimos hablan mucho los puebleros, pero hacen como los teros para esconder sus niditos: en un lao pegan los gritos y en otro tienen los güevos” (Historia de Martín Fierro).

Exhiben una ternura que hace que las palabras de Jesús, eternas, por ser fruto del divino conocimiento de la naturaleza humana, parezcan desprovistas de compasión del que era y sigue siendo, el único y auténtico maestro de la compasión.

Todo es una copia vulgar del verdadero carácter cristiano, pero adobado de sutilezas y de despropósitos, que ya han demostrado copiosa y repetidamente su inviabilidad. Por que eso requiere la aquiescencia de todos, y esa unanimidad es por naturaleza, imposible.

La naturaleza perversa del hombre natural, no permite ningún sistema, ideado por hombres, que funcione sin represión y opresión. Solo el carácter cristiano verdadero puede conseguirlo, aunque este nos se muestre en su pureza, nada más que en un número, quizás mínimo, de personas que se empeñan en llevarlo a cabo.

Solo eso es posible, y solo una civilización basada en los principios arrolladores del cristianismo, puede endulzar la desigualdad y el trabajoso tránsito por “este valle de lágrimas”. La enfermedad que se elimina o neutraliza, es sustituida por otra que proviene de otra perversión adoptada por el hombre. Es “el cuento de nunca acabar”. Hasta cuando vemos una película o leemos una obra, que habla de tiempos futuros muy lejanos, siempre aparece la lucha del hombre contra el hombre. o contra algo análogo.

La vida es una milicia: ¿No es acaso una lucha la vida del hombre sobre la tierra, y sus días como los días del jornalero? (Job 7:1). Toda acción destinada a hacer más llevadera esta vida, merece la más entusiasta acogida y apoyo, pero no nos dejemos engañar. El hombre es de naturaleza perversa, y si no fuera por el temor a la cárcel la policía o el decir de los demás, la sociedad no podría aguantarse a sí misma. 

Solo los principios del cristianismo, si se sostienen (eso es responsabilidad nuestra), pueden seguir actuando como sal de la tierra, impidiendo su putrefacción total, adobándola de sabor para darle a esta más aliciente y motivación. No con porfías doctrinales que tanto separan, sino con la demostración del poder de Dios en nosotros, en el reconocimiento de nuestra poquedad y flaqueza, para romper esta siniestra y ominosa oscuridad, que se cierne sobre la opulenta sociedad occidental.