Los valores y las palabras

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

 

Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder,

(1ª Corintios 2:4).

Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.

(1ª Corintios 2:13).

Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.

(Efesios 5:6).

Y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda,

Y su perdición no se duerme.

(2ª Pedro 2:3).

¿Quién es ése que oscurece el consejo Con palabras sin sabiduría?

(Job 38:2).

¿Disputará con palabras inútiles, Y con razones sin provecho?

(Job 15:3).

 

Es una realidad ominosa, que la Iglesia está perdiendo, más rápido que lento, el nervio que, a pesar de sus errores y horrores pasados, mantenía bravamente. La acidia de que hablaba Ratzinger, y el ocuparse de las cosas segundas, según sus mismas palabras, hacen en ocasiones de la iglesia cristiana en general, un triste remedo de lo que quería el fundador que fuera. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, (Hechos 15:24).

 

Nuestros valores cristianos, están siendo defendidos con una flojera que, en vez de ser certidumbre y motivo de satisfacción comunicada, es más bien un gheto en donde nos refugiamos contra la corriente de lo políticamente correcto. ¡¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! Porque así hacían sus padres con los falsos profetas, dice Jesús a los que buscan el favor de los hombres haciendo y diciendo, cuando no buscando, lo “políticamente correcto”, para no ser mal vistos de los hombres (Lucas 6:26).

 

Se habla de principios y valores, y se pronuncian frases grandilocuentes, para dar a entender lo que seríamos capaces de hacer para defender nuestros principios cristianos ¡hasta la muerte!, se dice, pero nadie mueve un dedo por temor a ser “malinterpretado”. En que poca cosa comenzamos a tropezar los “heroes”.

 

El temor a la burla, a que se nos tache de cavernícolas, y se nos arrojen a la cara errores y horrores del pasado, nos calla la boca, porque así nadie nos moteja de raros ni de personas desfasadas. De esto a empezar a dudar de nuestras propias convicciones va un solo paso, y de ahí a una práctica  apostasía que ya parece inevitable.

 

La incredulidad que azota al cristianismo, y la agresión bajo la apariencia  refinada y basada aparentemente en la filosofía meliflua, pero no verídica de la nueva y corrompida “bondad y amor”, nos hunde cada vez más en el miedo y en la duda !Ay de vosotros, fariseos! Que amáis las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas. (Lucas 11:43) Ese es un grave peligro, y ante él no podemos estar dispuestos a ceder un ápice en nuestra fe y conducta.

 

Claudicamos de tal manera, que ante los argumentos falaces y ya claramente fracasados, nos volvemos de nuevo a revisar nuestra fe. Como si nos hubiésemos pasado de la raya, y las palabras de Jesús, y por tanto la voluntad de Dios, devinieran periclitadas y propias solamente de otros tiempos pasados. “Eso no es moderno”.

 

La fuerza de la apostasía la estamos proporcionando nosotros mismos, con nuestra incapacidad de defender nuestra fe, nuestros valores cristianos y nuestra conducta. Esta ha de ser mantenida, por muy criticada y motejada de rancia, y fuera de contexto en la civilización “democrática”. Esta no es tal civilización, ya que es un semillero de corrupción y de mentiras, adobadas de buenas palabras, mayores trampas y viles estrategias.

 

Esta inseguridad sobrevenida por nuestro amor al siglo y a la fama, es la mayor trampa que nos han podido tender. Ya no hace falta perseguir a la Iglesia, sino que basta con acudir a ella, para introducir solapadamente la mente y las costumbres del mundo. Es el propósito del diablo, realizado con la introducción de la filosofía y las costumbres del mundo, que ya está entregado a sus vanidades y a sus obras.

 

No hay por qué caer en el pesimismo ni en la amargura de la derrota. Este estado de cosas es completamente reversible, si en vez de echar mano de estrategias similares a las mencionadas, hacemos una rigurosa catarsis seria, comprometida, y afirmamos con más denuedo que nunca, que nuestros valores han conformado la civilización occidental. Sin estos valores esta se derrumba como un castillo de naipes. Ya está sucediendo ahora.

 

Los tan mencionados extravíos de la antigüedad (ya mil veces reconocidos), no pueden aducirse como motivos del cambio a otro tipo de valores, sino a la reafirmación valiente y convencida, de que es por el regreso a un avivamiento de todos y cada uno de nosotros, como venceremos las fuerzas del mal, con la potencia del Espíritu de Dios. Fuera con los viejos prejuicios y anquilosamientos. Serena y firmemente reanudemos los caminos antiguos, y andemos en la justicia y la verdad, todos aquellos que invocamos el nombre de Jesucristo.

 

Se trata de, ni más ni menos, que afirmarnos en nuestros principios, que son Verdad y vida de los hombres y los pueblos. Si no mostramos una firme determinación y denuedo, y solo hacemos un esfuerzo de propaganda y no de propagación, volveremos de nuevo a ser vencidos por la indiferencia, el relativismo, el hedonismo que tan caro parece que es para todos.

 

Sin esas premisas aplicadas desde ya, asistiremos al derrumbamiento de la sociedad occidental, de la misma forma que los antiguos imperios sucumbieron a la indolencia y, por que no decirlo, a la cobardía. La cobardía del cristiano que teme perder la comodidad, la molicie y por ello se adapta a la corriente general de los incrédulos.

 

Hemos de ser pioneros y locomotoras del progreso, del verdadero progreso que está en las mentes y los corazones de los hombres, y no solo en la técnica de las máquinas. No solo en los descubrimientos, que día a día se van revelando como más peligrosos que útiles en muchos casos.

 

¿Qué puede oponer una civilización decadente, y cada vez más floja y desinteresada por los valores verdaderos, que ni la escuela ni la Universidad promueven? Ellos consideran que todos los “valores” son totalmente equivalentes “vengan de donde vengan”. En nombre de la igualdad, de la tolerancia, de la “libertad” y del bienestar común, permite toda clase de aberración, para promover y salvaguardar esos letales principios de dejadez y dejar hacer.

 

Si no se ponen en marcha los resortes espirituales de lealtad a Dios, y acción decidida a no dejarse arrollar por principios letales, no podrá renovarse la fortaleza espiritual del evangelio. Este ya está siendo difuminado por el relativismo, y por cosas tan necias como la televisión y las proclamas políticas, plenas de sugerencias que, como dice algún político: “Los programas electorales están hechos para no cumplirse”.

 

Si no recuperamos determinación ¿qué puede oponer una sociedad que ha dejado de creer en su identidad espiritual, frente a una fuerza hostil que pretende imponer sus formas de vida anárquicas? Fuerzas e influencias devastadoras y deliberadamente confusas, para dar lugar al gran “liberador”, el nuevo Ninrod; el anticristo ante quien todos prestarán acatamiento, hastiados ya, de desorden y de anarquía. Y ya tenemos entronizado la bestia poderosa como quiere el diablo, y que  posteriormente traerá ineludiblemente la gran Tribulación.

 

Solo la Iglesia cristiana, impregnada del Espíritu Santo, puede impedir tal degradación o por lo menos retrasar la llegada del inicuo que llegará con grandes señales y prodigios mentirosos, para que crean la mentira, y todo el orbe quede a merced del enemigo en la Gran Apostasía. No me resisto a copiar un buen trozo de la Escritura por considerar que viene al caso que contemplamos.

 

Así se dice: Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos

 

Pero éstos blasfeman de cuantas cosas no conocen; y en las que por naturaleza conocen, se corrompen como animales irracionales. !!Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en la contradicción de Coré.

 

Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas.

 

De éstos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él. Estos son murmuradores, querellosos, que andan según sus propios deseos, cuya boca habla cosas infladas, adulando a las personas para sacar provecho.

 

Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo; los que os decían: En el postrer tiempo habrá burladores, que andarán según sus malvados deseos. Estos son los que causan divisiones; los sensuales, que no tienen al Espíritu.

 

Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna.

A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne.

Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén.