Predicar con poder

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

 

Este, cuando vio a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo,

 Les rogaba que les diese limosna.

Pedro con Juan, fijando en él los ojos, le dijo: Míranos.

Entonces, él les estuvo atento, esperando recibir de ellos algo.

Mas Pedro dijo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy;

En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda,

Y tomándole por la mano derecha, lo levantó;

Y al momento se le afirmaron los pies y tobillos.

(Hechos 3:3-7)

 

Juan y Pedro, no tenían oro ni plata, pero tenían el poder de Dios con ellos, y en el nombre de Jesús hicieron el prodigio. Quizás si hubieran tenido oro y plata que ganar o perder, no se hubieran atrevido a intentarlo. Pero no lo tenían, y lo hicieron.

 

¡Nosotros tenemos tanto oro y plata, o tantas cosas que nos privan del poder! Sólo los hacedores de supercherías intentan hoy curar, aunque sea mentira, por oro y por plata. Y las muchas religiones auto-llamadas cristianas venden, por oro y poder mundano, bagatelas heréticas como si fueran verdades, aunque todos saben que no tienen poder para hacer bien, y sí para hacer mal.

 

Todo es remedo y apariencia del verdadero poder y la verdadera unción, que todo lo puede y todo lo quebranta, pues viene de Dios. ¿Y quién puede resistir a Dios? Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. (Santiago 4:6).

 

Las mismas iglesias, que son depositarias, y nominalmente defensoras de la verdad de Dios, están hoy demasiado ocupadas en organizar y sistematizar, cuando no cabecean semidormidas en el sopor de la molicie, la comodidad y la rutina. Despiértate, que duermes. Y levántate de los muertos, Y te alumbrará Cristo. (Efesios 5:14).

 

Los discípulos, nada tenían de valor cuando llegó el momento de la acción de Dios sobre ellos, aunque estaban como debemos todos estar ahora, y como solamente así viene Dios a mostrarnos sus prodigios y poder... Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. (Hechos 2:1). Seguramente tendrían miedo a los judíos, pero permanecían juntos y unánimes, es decir, en una sola alma y una misma espera. ¡Que poco se ve de esto ahora!

 

Pero el estruendo del Cielo, el viento y el fuego, cayeron sobre ellos cuando oraban en el más completo anonimato para el mundo. El mundo no los podía tocar, pues su pensamiento y su ocupación, con María y los hermanos de Jesús, era la oración y la espera de la promesa del Espíritu Santo que no tardó en cumplirse, llenando sus corazones de valor, fe y gozo, y trasformándolos en los más audaces y poderosos predicadores.

 

De tal calidad espiritual, como la que hoy necesitan nuestras iglesias. Pedro y los demás, hablaron en lenguas dejando atónitos a los que les oían y veían. Y es que un hombre lleno del Espíritu Santo, comunica tal verdad, con tanta fuerza, que llena de asombro y de interés a quienes toca, y a quienes le oyen. (Hechos 2:12).

 

¡Qué predicación! Corta, atrevida, veraz, incluso temeraria, pero poderosa, como no podía ser menos. ¡Poder! Sepa, pues, de manera ciertísima  toda la casa de Israel que a este Jesús a quien crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. (Hechos 2:36). Para hablar así hace falta mucho denuedo y mucho respaldo de Dios, pues no eran los fariseos y servidores del templo, amigos de bromas en los temas relativos a la religión.

 

Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. (Hechos 2:5 y ss.).

 

Dios llamó en aquel día como a tres mil personas. Fijémonos bien: con una sola y corta predicación, sin preparación ni consulta, sino con los restos de la convulsión producida por el derramamiento del Espíritu, se convirtieron de verdad más de tres mil.

 

Hoy, para que se convierta una sola persona hacen falta tres mil predicaciones, preparadas, estudiadas, y pronunciadas según las más exquisitas reglas de la oratoria y la retórica. Y es que la oratoria y la propaganda, no sustituyen al Espíritu Santo, ni a la oración y el amor por las almas, que aquellos hombres poseían por la sola fe en Dios y en sus promesas por Jesucristo.

 

Hoy ya no parece haber poder, y ni siquiera se considera. Se espera llegar a las almas, mediante la convicción de las mismas palabras correctamente pronunciadas, que no entiende ni escucha nadie.

 

Pero a tales hombres los entendían todos. Les hablaban al corazón, a sus esperanzas, a sus aspiraciones... Y eran convencidos y llevados a Cristo. Sin púlpitos, sin megafonía, sin folletos, sin preparativos ni auxiliares. Sólo con la oración previa ferviente, una fe robusta y eficaz, y el Espíritu de Dios con ellos.

 

Si el espíritu de Dios está en nosotros, y nos lleva a actuar, seremos llenos de poder, porque Dios no se ha debilitado ni descuidado, y aun hoy actúa sobre los hombres de Dios del mismo modo que siempre lo ha hecho. Lo que falla es nuestra dedicación y nuestra unión.

 

Sin estas condiciones Dios hace lo que quiere, pero no respaldará a los que le invocan sin corazón puro. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. (Mateo 5:8). Solo verá a Dios el limpio de corazón, y eso es lo que tenemos que ponderar.

 

Para testificar con poder del Espíritu, es preciso, como repetimos siempre, que entremos en la voluntad de Dios, llenándonos de su Espíritu Santo. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. (Hechos 2). Eran lenguas inteligibles para los que le escuchaban, a pesar de serestos, medos, partos, gentes de Elam y toda clase de naciones y lenguas.

 

Todos los entendieron bien. Aquello no era un ensayo repetido para alborotar, o para entrar en trance o cosa parecida. Era una lengua  comprendida por todos los que escuchaban, y que se extrañaban de aquel prodigio inusitado. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo.

Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?

Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.

   Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? (Hechos 2:5 yss.).

 

Es solo el Espíritu de Dios el que pone en nuestros corazones, que hemos de decir, que hemos de hablar, como el mismo Cristo dijo de sí: No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre… (Juan 5:30). Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. (Juan 8:28).

 

Si el mismo Jesús, el sublime hijo de Dios se limitaba a realizar y a hablar solo lo que el Padre le decía ¿como nos atrevemos nosotros en hablar en nombre de Dios, sin poner otra cosa que nuestra inclinación? Otra cosa que nuestra fama de servidores, para que nuestras obras las vean los hombres y así hable bien de nosotros.

 

Lleguemos a la conclusión de que solo si el Espíritu de Dios te envía triunfará la obra, pero no al estilo del mundo que habla siempre de éxito o fracaso. En nuestro lenguaje, solo debe prevalecer, lo que Jesús habló claramente a sus más cercanos discípulos: Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos. (Lucas 17:10).

 

Así pues, es de comprender que todo lo que emprendamos ha de ser por mandato y sostenimiento del Espíritu de Dios, salga el trance como salga. El asunto pertenece a la guerra de Dios, y a Dios no le vence nadie. Si lo hacemos de otra forma es dar carne a la carne, y no prosperará (espiritualmente) la obra.

Que Dios nos conceda iluminación y desprendimiento, de lo que es solo nuestra mente y carne, para que no tengamos duda y, como Pablo, consultemos con los ancianos de la iglesia: Pero subí según una revelación, y para no correr o haber corrido en vano, expuse en privado a los que tenían cierta reputación el evangelio que predico entre los gentiles. (Gálatas 2:2).

Ese es el buen camino. No que cada uno se arregle su propia obra con total anarquía, sin establecer contacto y prestar sumisión a los que, ancianos (presbíteros en griego) y veteranos, puedan encaminarlos por el terreno que conviene, aunque esto contraríe nuestras oportunidades o inclinaciones.