Santidad y Santificación

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

 

Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas,

limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu,

Perfeccionando la santidad en el temor de Dios.

(2 Corintios 7:1).

Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios

En la justicia y santidad de la verdad.

(Efesios 4:24).

Para que sean afirmados vuestros corazones,

Irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre,

En la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos.

(1 Tesalonicenses 3:13).

Que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor; (1 Tesalonicenses 4:4).

Y aquéllos, (padres) ciertamente por pocos días

Nos disciplinaban como a ellos les parecía,

Pero éste (Dios Padre) para lo que nos es provechoso,

 Para que participemos de su santidad.

(Hebreos 12:10).

Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo

Mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.

(Hebreos 13:12)

Persiste, hoy como ayer, la necesidad de distinguir entre santidad y santificación. Son muchos los que no captan la diferencia, y hasta los diferentes matices, que existen entre estas dos palabras que tanto se confunden. No soy catedrático y por tanto diré algo del significado que para mí, según veo en los evangelios me dicen estas dos palabras.

La santidad es una cualidad de procedencia divina, mediante la cual somos tenidos por limpios y perfectos por la gracia de Dios. San Pablo llama santos a los creyentes de Corinto, Colosas…, por que Dios los había rescatado por la gracia, con la sangre, muerte vicaria y resurrección de su hijo Jesucristo. Así se nos dice en un texto de San Pablo: Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. (Hebreos 12:14). Este texto nos abre un Portillo e comprensión de la voluntad divina. 

Seguimos la santidad ya dada por Dios y exhortada por el apóstol, pero no nos la podemos procurar a nosotros mismos. La santidad viene dada por Dios como gracia por medio de la fe. Otra cosa es seguirla, mediante la dedicación a nuestra vocación cristiana en la santificación diaria. Es decir, que la santidad se obtiene, así como el poder de mantenerla mediante la santificación de todos nuestros pensamientos y obras, para seguir esa santidad ya otorgada.

Mantener la santidad es algo arduo y la santificación continua requiere grandes dosis de dedicación, concentración y renuncia. Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. (Tito 2).

Esta forma de vivir es la que nos hace seguir la santidad y esta es la santificación de todo lo que es del Señor, como Pablo explica al decir: Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. (1 Tesalonicenses 5:23).

Dios ama a los suyos y los cela, exige y fortalece para ello. La santidad por Él otorgada debe ser cultivada, y es preciso que, para agradar a Dios, conservemos la santidad personal por que es precioso don divino. No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; (Hebreos 10:35).

 Como ya resulta obvio, nos es imposible practicar esta santificación por nuestras propias fuerzas, ya que cuanto más nos esforzamos más se esfuerza el enemigo por derribarnos. No importa que seamos jóvenes con las pasiones propias de esa edad, o que seamos mayores con nuestros resentimientos y temores Tampoco es óbice, el sexo o la posición social. El enemigo ataca en cuanto descubre una grieta, por pequeña que sea, en nuestra vigilancia.

Muchos nos dicen que la vida cristiana es tediosa, y que se pierden muchas ocasiones de disfrutar la vida. No es cierto, como examinaremos en otra ocasión, pero es un caballo de batalla que maneja el diablo con gran  maestría. Nosotros somos impotentes para resistirle por causa de nuestra flaqueza, y por que vivimos descuidados y siempre al borde de la caída. Afortunadamente hay uno que sí puede. Es Jesús resucitado y glorioso. 

Y Pablo dice: no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz…  (Efesios 3:16 y ss.).

El Padre nos ha dado la santidad, y nosotros la seguimos, porque aunque nos sabemos falibles y débiles, conocemos igualmente que su poder nos guardará y que en esta seguridad tenemos paciencia y perseverancia continuas. Y así se nos promete y exhorta: fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados. (Colosenses 1:11) 

¿Qué podemos hacer nosotros personas de carne, y sujetos a la corrupción de esta? Tenemos que confiar en su poder y en su cuidado. No hay otra vía que la de creer a Dios, en todas y cada una de sus palabras. No es lícito para nosotros tratar de penetrar en los insondables misterios de la voluntad del Creador.

En Cristo podemos ver, por su conducta en todo momento, la manifestación del Padre en su misericordia y ejemplo, para que sepamos el camino, la verdad, y tengamos la vida eterna. Y la promesa está ofrecida, esperando la realización por las personas que creen: Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro. (Hebreos 4:16). Podemos acercarnos a Dios con toda confianza. ¿No nos dice nada esto?

La santidad impartida por Dios, por medio de Jesucristo, nos permite acercarnos sin miedo al trono pues por esa misma sangre y sufrimiento de Cristo, tenemos libre entrada en el reino de Dios y Cristo… Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu. (Efesios 2:17 y ss.).

 ¿Qué nos demanda la santificación permanente? Es también la Escritura bendita la que nos enseña claramente como se obtiene, se conserva y se fortalece; y así dice: Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre.

Nada existe que se pueda oponer a la voluntad de Dios, por que es el supremo poder, y no solo es todo posible para Dios sino que todo es fácil para Él: Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios. (Marcos 10:27).

Así que, para el que conoce y ama a Dios y a Jesucristo, no hay dudas sobre como ha de agradar a Dios ni de qué medios dispone para hacerlo. La misma palabra de Dios lo comunica con su inimitable rigor y claridad. Sepamos con quien nos relacionamos.

 No es con un débil mortal, por más que le acompañen la riqueza, el poder, o cualquier otra cosa creada, por que no hay comparación con el que a nosotros nos promete la ayuda aquí, y nos da la vida eterna desde ahora. Por que Él es la vida eterna.

  Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. (Hebreos 13:8)… el cual, siendo el resplandor de Su gloria, y la imagen misma de Su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de Su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, (Hebreos 1:3).