España Cañí ¡Ele!

Autor: Rafael Ángel Marañón   

 

              

Se dice por muchos que «para ver cosas estar vivo». Yo tengo ya muy medido el tiempo que me queda para ver cosas, pero hay veces en las que me parece mejor no ver lo que estamos viendo. Es realmente “fastuoso” y el colmo de la estulticia más baja y la soberbia más extrema, lo que hoy se tiene por ética y honor, además de muchas otras más antiguas y sólidas virtudes.  

 

Han rechazado a Dios de plano, y aun en su estupidez pretenden fabricar argumentos, cuando le basta con promover los más bajos instintos de las personas que ya, bajo el mando del vicio, se entregan a él con un entusiasmo digno de mejor causa. 

 

El mapa del clítoris (tiene mandanga), la recomendación de que los niños prueben todas las “opciones de sexo que se le vengan a mano”, alentándoles con decretos,y para no seguir con eso, la corrupción galopante y la ausencia de la más mínima misericordia y de solidaridad; y esto por los grandes del poder, y en una sociedad que alza el grito de promoción y exaltación de las mismas cosas que se están destruyendo por ellos mismos. 

 

Dios y su Cristo, son objeto de irrisión y hasta de ataque unas vece solapado y otras directamente a la yugular, como la indecente campaña contra la pederastia clerical, en lo que también participan los que le siguen. Como si ese mínimo porcentaje de casos, fuera toda la pederastia que existe y que es fruto malo de la relajación de las costumbres y las conciencias.  

 

Escribo a casi medio millón de personas, con la ayuda de los grupos de Internet, y casi siempre me contestan (los que lo hacen) con sorna, agresividad, y con unos razonamientos tan rústicos y banales, que a veces pienso que estoy predicando en el desierto como Juan el Bautista. Solo una vocación que me arrolla, hace posible que siga. Solo unos pocos fieles me consuelan: ¡Dios los siga bendiciendo! 

 

Juan el Bautista predicaba la venida de Cristo, y yo a mi modo también. Solo quiero decir a todos, como Juan lo decía Preparad los caminos del Señor; enderezad sus sendas. (Marcos 1:3) Parece que no acabaré como él (aunque nunca es tarde), pero siempre gustaré la amargura de ver tantas gentes extraviadas, que creen que las palabras de vida de Dios son para esclavizarles y no, como realmente ocurre, para salvarles. 

 

Es tal la degradación de las sanas costumbres en donde todos tenía seguridad, y donde la palabra de un hombre bastaba y valía más que cien documentos, que yo he de decir como el profeta: No tomarás para ti mujer, ni tendrás hijos ni hijas en este lugar. (Jeremías 16:2) ¿Para que criar hijos sin porvenir espiritual como bestias del campo, o hijas para meretrices y busconas y para el llamado amor libre que ni es amor ni es libre.

 

El asunto se reduce, para acabar, en que todos o casi todos, bajo la batuta de leyes inicuas, ya han dejado todo respeto moral que consideran no solo inútil, sino retrógrado y como una rémora para sus vidas inútiles y desgraciadas. Pero claro que de eso tiene Dios la culpa. No creen en Dios (dicen) pero cuando hay una desgracia, les falta tiempo para culpar de aquello al que dicen no creer ¿es acaso alguien que no existe, el culpable de lo que pasa en Haití? ¿Tiene que ser y obrar Dios como a ti te de la gana?  

 

Todo esto se reduce a la apostasía más desvergonzada, y al ataque más descarado y criminal contra lo sagrado y bueno. Las flaquezas de los hombres de bien son aireadas y magnificadas de tal manera, que los epítetos más sangrientos se usan de manera indiscriminada contra la totalidad de la Iglesia sea esta de la clase que sea. Porque desde muy atrás rompiste tu yugo y tus ataduras, y dijiste: No serviré. Con todo eso, sobre todo collado alto y debajo de todo árbol frondoso te echabas como ramera. (Jeremías 2:20). Esta es de nuevo nuestra realidad

 

Es pues tiempo de catarsis para la Iglesia y para los que no están conformes con la ortodoxia sean sus creencias como ellos lealmente las establezcan, pero no hagamos entre todos los que amamos a Jesús, el caldo gordo a los impíos para que se solacen con las divisiones, además de las heridas que todos de una u otra manera soportamos.

 

 

AMDG