Israel, año cero

Autor: Rafael Ángel Marañón

   

 

              

En el año cero de nuestra era, en un lugarejo de los confines de la tierra (el centro según sus moradores)nace un niño que resulta ser la solución exacta y primigenia, del conflicto entre Dios y los seres humanos desde los albores de la creación de la Tierra. Conflicto, que aun estando la misericordia de Dios extendida sobre la humanidad, no era capaz de solucionarse por razón de la depravación del ser humano. Solo una solución de parte de Dios, podía restablecer al hombre en su camaradería y sometimiento a la voluntad divina.

 

Y a Dios no se le ocurre otra cosa que darnos a los orgullosos hombres la sorpresa de darnos la salvación, a través precisamente de ese niño y nada más. Podemos ver la humildad de Dios en ese niño. Un recién nacido alojado en un lugar despreciable por los grandes del siglo y con el solo amparo de José y de su madre María.  En un mundo, que como un jabalí se arrojará sobre sus palabras y sus hechos para desacreditar su persona y su misión, sin lograr otra cosa que reforzar los motivos por lo que este insólito ser divino se abajó a este corrompido mundo. Nuestra inhabilidad.

 

Ahora los cristianos, en las revistas especializadas, hablan de muchas cosas menos de amor, pero este niño, ya adolescente, da lecciones a todos de cómo se aplica el amor sin dejar de ser justo, y en el que reposa el Espíritu de Yahvé; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Dios. (Isaías 11:2). Ha recibido del Padre Eterno las facultades necesarias, para dejar boquiabiertos a todos los que con él se topan. Tanto asombra a sabios como a indoctos, a grandes como a los más viles o despreciados, y a todos puede impartir una sabiduría aplicada con certeza,  y ajustada a todo momento y toda cuestión.

 

Ya de pequeño sufre persecución, y  a lo largo de su vida sufre los ataques directos del enemigo, a los que resiste con serenidad y soberana autoridad, dejando para los que le amamos una senda por la que transitar como Él lo hizo. Divino ser que nos dio la posibilidad de poder decir: bendito pecado que nos trajo tal redentor. Bendito eres Padre, que supiste hacer de lo malo, tan grande obsequio para todos. Bendita madre, elegida para llevarlo en su vientre y para enseñarle junto a su padre José, los intricados vericuetos de las Escrituras, para darles un valor y una potencia que sorprende a todos.

 

Es el Mesías (Cristo, en griego) que esperan los israelitas descendientes de Jacob y del padre de los de la fe, el gran patriarca Abrahán. Simplemente Él se identifica con el nombre de El Hijo de Dios, aunque para estar a nivel con los hombres y haber nacido de la bienaventurada maría de Nazaret, se nombra también Hijo del Hombre. Su humildad es algo tan definitivo y concluyente, que provoca el asombro y la admiración de “propios y extraños”. Es un inconcebible sometimiento al Padre Eterno, que maravilla a los hombres tan orgullosos de sí mismos, y tan dispuestos al pleito y al dominio sobre los demás.

 

En fin, es el Dios hecho hombre opuesto radicalmente al hombre hecho dios. La voluntad del Padre es hecha realidad día por día minuto a minuto; si como hombre sufre algún desfallecimiento, sabe dirigirse a su padre casi siempre en lugar apartado, para estar en íntima y sola presencia de Dios su padre amado. Después de perdonar a todos y encomendar a su madre a su gente, dice al final las palabras más sublimes que hielan el corazón de todo hombre: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lucas 23:46).

 

Tras el largo  y azaroso ministerio y el rampante fracaso, Jesús (que ese es su nombre) se entrega confiadamente al que realmente lo entregó al dolor, a los esputos, a los azotes, a las burlas, al despojo, y a la muerte, que Él mansamente aceptó para gustarla por todos. Ese el  gran misterio de la salvación. Ese es el misterio (no el enigma) del amor de Dios para con nosotros. Yo iré tras de El, caeré, y me levantaré porque cuento con los fuertes brazos de mi Señor, pero siempre cantaré y proclamaré el misterio de Dios y el sublime amor en Jesucristo, porque en este Jesús he encontrado mi cierta salvación eterna. 

AMDG