Confesión y amnistía

Autor: Rafael Ángel Marañón   

 

 

Siempre que se habla de defectos entre las personas, todo el mundo dice que tiene defectos; lo reconocen todos, porque saben que todos no nos podemos permitir el lujo de decir que somos perfectos. Se dan a conocer jocosamente algunos de los que producen sonrisas, pero los que tenemos y reconocemos en nuestra profundidad de seres humanos no los comunicamos.

 

A veces se dice y es sorprendente, aunque no en el interior: yo tengo el defecto de que soy muy generoso, o muy bueno, o muy abierto a los demás etc., que son defectos que todos quisiéramos tener. Y claro, se regodean en repetirlo, porque saben que es una muy buena virtud.

 

Los verdaderos, los malos, los que nos retuercen las entrañas, son los que callamos y conservamos más profundamente en el fondo del baúl de nuestra alma. Refiriéndome a los cristianos, a veces he oído decir infinidad de veces con apariencia de piedad y humildad; llevo muchos años desde que recibí a Jesús en que me he esforzado en hacer lo que Él me mandó hasta hoy. Y bajo esa capa de humildad se esconde aunque «se le ve la patita», un manifiesto orgullo que salta a la vista del que sabe observar; esto se percibe como un contraste que el bueno quiere hacer a costa de las debilidades de los demás. Y ya no resulta tan bueno. Resulta cargante y presumido.

 

Todos podemos caer en el pecado de la soberbia, o por lo menos del orgullo humano. Es por eso que debemos hacer las cosas con tiento, administrando humildad y humor también, para que la solemnidad no nos lleve al menosprecio del que no puede llegar tan alto en la contemplación de los misterios de la fe. Aquí viene al caso la parábola del fariseo y el publicano: El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano;

 

Dios no se cansa de perdonar, entre otros muchos motivos por su amor y su misericordia (por anotar las gracias más evidentes de Él), son perdonados tan pronto se dan cuenta de su error y se confiesan culpables sin pretensión de justificarse. Aunque todas las maravillas de Dios son un motivo para ser tan generoso con nosotros, también su perfecto conocimiento de nuestra flaqueza y debilidad le hace tener compasión de nuestras debilidades. De modo que tengamos en cuenta lo que Jesús dejó dicho cuando se le hablaba de lo bien que lo hacían: Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos. (Lucas 17:10)

 

Los humanos, nos jactamos en cualquier cosa que hagamos que consideremos buena. Las obras malas y todo lo demás relacionado se esconden escrupulosamente, y al no ser confesadas y puestas en corrección, permanecen en nosotros dañando nuestro tejido espiritual y torturándonos con remordimientos.

 

Estos reconcomios, solo desaparecen cuando de veras, y sin tener en cuenta las consecuencias, los ponemos delante de Dios, y son confesados en la certeza de que, por el mismo mecanismo de su misericordia infinita, serán totalmente perdonados, amnistiados y…. ¡olvidados!

 

Lástima que seamos tan complicados y soberbios, que no captemos los mecanismos tan simples y asequibles que Dios, en su infinita sabiduría y misericordia, ha puesto a nuestro alcance. 

AMDG