Dietas y sobriedad

Autor: Rafael Ángel Marañón  

 

 

Todos los días recibo una o dos propuestas para hacer dietas de adelgazamiento. Parece que los que las recomiendan  crean que soy un gordo de aúpa. Y la verdad que algo gordillo estoy. Ya no tengo ganas de privarme, a mis años, de alguna cosa que me guste aunque sea someramente; por otra parte tampoco tengo mucho interés en adelgazar tres o cuatro kilos que me sobren ¿o son algunos más? El caso es que mirando todas, ya me doy cuenta de que en general son buenas, y están muy bien pensadas.

 

Pero hay que entender, que yo no quiero pasarme el resto de mi vida comiendo lechugas y otras nutritivas hojas y frutas, porque a mí me encanta el chocolate y otras muchas cosas más. Por supuesto que  manjares caros no puedo permitirme consumir, dado mi escaso presupuesto. Pero lo mismo que me privo de estos elitistas alimentos, también me puedo permitir rebajar sustancialmente las hojas de verdura, desnatados, etc. sin que por ello se deteriore mi salud, porque si se deteriora más es que estoy muerto y a ti, lector, no te puedo dar la lata y eso sería una «tragedia».

Y como dice el refranillo.-

De lo que come el grillo; poquillo.-Es algo de humor-.

 

Cuando me llega una propuesta de dieta lo primero que salta a la vista es un plato de fragantes zanahorias, remolachas, manzanas, hojas de lechuga, apio etc., y así, la verdad es que adelgaza cualquiera. Y es que las dietas, con ser buenas, hay que mirar a ver quien es el valiente que se somete de por vida a estas «siniestras» restricciones. Lo de siniestras es un poco en broma, aunque algo sí que lo son ¿no?

 

Y al grano y en serio; yo como cristiano, hago caso de lo que me dicen las Escrituras sobre la alimentación, y prescindiendo de detalles diré que una silueta juvenil (flaca) se consigue llevando a cabo lo que simplificadamente las Escrituras llaman sobriedad. Comer para alimentarse, alimentarse para vivir, y no vivir para comer. Los excesos nuestros los pagan los pobres de todo el mundo, que padecen carencias mortales y severísimas mientras nosotros gastamos millonadas en procurar adelgazar; la obesidad se constituye hoy día en las naciones «civilizadas» en un problema grave de salud.

 

Da vergüenza ver, como de los restaurantes se sacan platos casi enteros a la basura, mientras otros darían media vida para poder comer algo una vez al día. Es tan abismal el contraste, que disculpen si digo que este es un pecado no menor, de los que abundan en los habitantes de los países «opulentos». Y quiero advertir que un gordo, sea  pastor,  cura, militar, etc. no quiere decir nada más que es una persona de contextura especial, y tal vez necesita su metabolismo de más cantidad.

 

La sobriedad es necesaria y hay que decir, sin enjuiciar a nadie, que es importante para una vida cristiana. Solamente que nos vean más delgados (sin extremos por favor), ya es una réplica a los extravíos de los que se introducen de cabeza en las comilonas, las bebidas y el trasnocho, que como dice la copla no puede ser cosa buena. Si bien es cierto que:

 

Coman berzas, coman tacos,

Nunca gordos se hacen flacos;

Coman vaca, coman tordos,

Nunca flacos se hacen gordos.

 

La sobriedad lleva a la descarga de desechos del cuerpo, y por transmisión, del alma. Sobrios podemos pensar mejor y darnos cuenta de la abundancia que Dios da, si tenemos en abundancia y nos restringimos, y la satisfacción, si se tiene poco, de lo que se disfruta comiendo sobriamente. Jesús, nuestro divino maestro, sabía comer con ricos y pobres; no era un sibarita, ni tampoco y asceta por serlo. Sabía comer bien y sabía tener hambre. Eso nunca le inquietó. Y como el apóstol Pablo, debemos poder decir los creyentes: No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación.  Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. (Fil 4:11,12,13).

 

Es pues la sobriedad, un estado cristiano muy necesario; si no sabemos dominar una no excesiva inclinación, mal podemos ir a otras alturas de la comunión con el Señor, que es al fin y al cabo de lo que realmente se trata. Ser amigos íntimos, y dejarnos mecer por los brazos más piadosos y plenos de amor que nunca han existido ni existirán. El club de los gordos, nos ponemos en marcha ¡Ya! San Pablo, ni estaba flaco ni estaba gordo; estaba, San Pablo.