Iglesia agitada

Autor: Rafael Ángel Marañón  

 

 

Siempre que se habla de Iglesia Cristiana se piensa enseguida en los conflictos que de forma natural y por la significación especial de cada país y cada sensibilidad,  acompañan siempre a la fe ortodoxa; o sea a la fe de Jesucristo. Así podemos contemplar las tendencias centrífugas, normalmente dadas por las cuestiones nacionalistas, las teológicas, y las que aportan los innumerables formas de concebir La Iglesia. En cada país o región estas se estrellan contra la correcta forma de dirigir y regular tantas tendencias, en un titánico esfuerzo para atemperarlas y reconducirlas. 

Pablo llamaba a las iglesias locales en el sentido de asambleas y hacía siempre, dentro de la unidad que  defendió, un modo especial para cada una de ellas teniendo en cuenta las características, vicios, y virtudes que atávicamente desviaban de la fe, a causa de la idiosincrasia de cada población donde estaban establecidas. En lo que se llamaba entonces Asia, había muchas iglesias implantadas que recibían visitas de convertidos judíos que, tímida o decididamente, no se atrevían a dejar completamente la ley o Torá judía (la Torah ) de Moisés y los profetas.  

Pablo tuvo que ir directamente al grano, y así dejó aparte a Moisés que ya había cumplido su ministerio, y dio legitimación a esta ley, aunque cortando con ella, considerándola como etapa preliminar del misterio de la salvación. Y lo hizo con toda la energía del que se sabe enviado legítimo y verdadero amante de la verdad. Actualmente las cosas no son muy diferentes en el fondo, aunque sí algo en la forma. 

En los «países pobres» surgen unas formas peculiares de entender el misterio de la Iglesia, y su misión primordial y providencial, dada por la pobreza y la influencia del comunismo y otras muchas tendencias similares; estas les hace creer que cualquier solución es mejor que el estado actual, aunque se pueda comprobar que los cambios producidos a lo largo de décadas, no han producido un mejor nivel de vida que tanto se les envidia a los países nominalmente cristianos, como EE.UU y la «Europa opulenta». ¡Como si en estas regiones no hubiera ricos y pobres! como en todo lugar, y más en donde, so pretexto de democracia, impera una descarnada dictadura, y muchos jerarcas sean más ricos que otros de Occidente, entre la miseria del pueblo. 

Y así sin entrar demasiado en el conflicto, podemos comprobar que en la misma «monolítica» Iglesia Católica existe un número enorme de tendencias. Las dos principales se dirigen hacia el cisma, ya que consideran que la Iglesia ha hecho dejación del «monolitismo», y que ofrece una excesiva tendencia a ser fagocitada por los movimientos populistas que, una vez llegados al poder, dejan de ser tan benéficos como pretendían, y se vuelven contra toda clase de Iglesia Cristiana, particularmente la católica, al considerarla como el mayor obstáculo para la consecución de sus objetivos.  

Saben que una vez destruida esta, los demás son «pan comido». La que se oponga doctrinalmente basada en los preceptos de Jesús, a los deletéreos ajustes a favor de una amalgama de tendencias «liberadoras», será siempre víctima de los más terribles acosos y persecuciones. Así cada Iglesia, cualquiera que sea su denominación, padece tensiones que cada vez se politizarán más, hasta que una vez la evolución de gobierno logre imponerse, tendrá que convertirse en «partenaire» de la acción política, dejando la rectitud de la doctrina para aliarse con las tendencia mayoritarias locales, en un intento de mejorar económicamente a la sociedad en donde están implantadas. Y desde luego con un fin mayor de supervivencia y una paz basada en la sumisión y el vasallaje. 

A esto se oponen con firmeza los llamados «retrógrados», como algunas iglesias «calvinistas extremas», o en La Iglesia Católica los cismáticos de Lefebvre, que piensan tener para La Iglesia, una misión mucho más espiritual que la mera consecución de comodidad y abundancia para los pueblos. Por el contrario seda el caso de que el mero seguir el camino espiritual, (algo medieval y feudal) se considera por casi todos (en todas partes) como signo de intolerancia y de atrincheramiento en viejas recetas, y por tanto «ese camino» hay que evolucionarlo al par que los tiempos. A ello se resisten los seguidores de Lefebve, y aunque parece que el actual papa está reconduciendo este cisma, hasta ahora persisten las discrepancias. Y es fuertemente criticado por ello. Y a mí me parece un camino arduo, pero evangélico. 

Creo que en ambos sentidos se exagera;  la discrepancia se lleva a extremos que en el seno de la Iglesia Católica no son aceptables, mientras en ella haya una jerarquía decididamente sostenedora de ambas posturas, sin caer en los extravíos de los cismáticos. Una posición muy dura y expuesta, ante la que todos se sienten con autoridad para decir lo que hay, y lo que no hay que hacer, según sus propias apetencias.  

Solo cabe, a mi modesto parecer, la defensa a toda costa del legado y la entrega a Jesucristo, y desde luego trabajar (como se hace) por conseguir unas condiciones humanas más igualitarias, aunque sin perder el verdadero objetivo por el que Jesús fundó su Iglesia. Tanto bigardo constituido en teólogo, cada uno con su receta mágica, pretendiendo que su tesis supera a la recta conducción cristiana de la Iglesia, desemboca siempre en un cisma o en una confusión, que no mejora ni el bienestar de los pueblos, ni la legítima marcha de La Iglesia de Jesucristo.