Bien servir, bien vivir

Autor: Rafael Ángel Marañón  

 

 

Me escribe un amigo que no está de acuerdo conmigo, porque me dedico a escribir sobre las cosas relacionadas con temas espirituales. Él dice que si me hubiera dedicado a otros temas novelísticos, políticos, etc.,  habría hecho «carrera». No sé si se tiene por magnífica carrera, estar metido hasta el cuello en las pompas y vanidades de esta sucia tierra, pero en todo caso no es plato de mi gusto. Y por regla general, no como de lo que no me gusta, a menos que sea por una necesidad ineludible. 

He sido testigo del deterioro de un joven al que quiero intensamente, y que además es de mi familia. Un gran muchacho, con todas las buenas condiciones que se  puedan atribuir a un joven de su edad. ¿Problema? Su tendencia a las fiestas con amigos, trasnochar, beber, fumar, etc. Es decir, una gran persona llena de buenas cualidades, aunque preso de las inclinaciones deletéreas propias de la juventud. 

Ahora está en una muy delicada situación, por lo que todos nos tememos lo peor. No he podido contener las lágrimas por él y por tantos otros que, siendo buena gente, se han transformado en sus propios enemigos, al adoptar unos modos de vida que, dicho sea de paso, están claramente descalificados en las Escrituras. Ante esta situación me pregunto ¿por qué necesito más argumentación que la de una persona en su situación? A los muchos insensatos que se ríen de mis casi apocalípticas advertencias, ¿sería suficiente con mostrarles hasta que punto los malos hábitos pueden hacer de una persona, un enfermo terminal en plena juventud? 

He visto en gente maravillosa, por otra parte, caer en los más bajos escalones de la degradación, cuando ante ellos tenían el más florido porvenir que imaginarse pueda. Y sin que yo sepa por qué, ellos han elegido el camino de la muerte en vez del camino de la vida. Cómo quien tenía a su alcance con solo sonreír, a lo más granado de la juventud femenina, se metía en los antros más viles, en una extraña paradoja que yo no he logrado entender aun. Tal vez por el cariño que les tenía o por falta de comprensión, nunca he podido saber que fuerza les empujaba (aun en el conocimiento que ellos tenían), para entrar en el círculo infernal, evitable por su gran inteligencia con suma facilidad. 

Cuando La Escritura dice: Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.  (Romanos 6:23), a más de uno que se ríe de mis fanatismos (como ellos dicen) les pondría en su conocimiento directo a estas personas que he mencionado y les diría: ¡Mirad a estas personas! Son más hermosos, más listos, más caballeros, mucho más atractivos y simpáticos que tú, y sin embargo sucumbieron a un enemigo que ellos creían que podían controlar y dominar. Fracasaron; y esta forma de vivir les costó nada menos que la vida.  

Confío en la misericordia de Dios, pero no quisiera presentarme de esta forma ante el rey de reyes y señor de señores, sin arrepentimiento y no reconociendo la razón que asiste al Señor para ponernos ante nosotros estas ordenanzas protectoras. Y sé, por mi bastante dilatada experiencia, la invariable eficacia de seguir los consejos y las prohibiciones de Dios, que son para todos tan benéficos que, solo por que se ofrecen gratis, son tan despreciados. Los nefastos resultados siempre se le culpan a Dios. Totalmente inconsistente, pero así es. Por eso sé que no hay que teologizar tanto, y tratar de bajar todo lo que es Revelación a concertarse con nuestras mezquinas entendederas  

Bástenos saber, que todo lo escrito por los santos hombres de Dios, es eficaz para que nuestras vidas transcurran, en su paso por esta esfera de la realidad, en paz, felicidad, y sabiendo que en cualquier ocasión estamos haciendo lo correcto, y lo más conveniente para nosotros y nuestros hijos. La sabiduría espiritual basta. Por eso dice la Escritura: Fíate de Jehová de todo tu corazón, Y no te apoyes en tu propia prudencia. (Proverbios 3:5).

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DE LAS SOLEDADES

Entiendo lo que me basta

Y solamente no entiendo

Como se sufre a sí mismo

Un ignorante soberbio. .

Lope de Vega