Renuncia y discipulado

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

 

Si alguno viene a mí y no aborreciere a su padre y a su madre, a su mujer e hijos, hermanos y aun su propia vida no puede ser mi discípulo.

Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.

(Lucas 14:25 y ss).

 

La renuncia es condición “sine qua non”, para que el cristiano sincero esté en condiciones de ir tras los pasos de Jesús. Este pone unas condiciones que de no ser comprendidas, llevan a algunos a poner en grave peligro sus hogares y sus vidas, en una tosca interpretación de las palabras del Señor.

Cada cristiano sabe que las cosas de este mundo, que son perecederas como nosotros mismos, no pueden ser puestas delante de la persona de Jesús. Una persona digo, y no una doctrina, ni costumbre, ni uso social. Solo Jesús llena plenamente las exigencias del Padre, para dar a los suyos el fin que desea para la humanidad. Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad. (1ª Timoteo 2:4).

La renuncia nos lleva a no simultanear las cosas de Dios con las del mundo. O mundo o Dios; esa es la elección. No hay otro acomodo, ni otra vertiente por donde salir del mandamiento de la renuncia.

Cuando realmente vacíos de toda codicia y de todo apego desordenado vamos a Dios, Él siempre nos recibe. Cualquier otro grande del siglo, cuando lo hubiésemos olvidado y dejado de dar el honor que le corresponde, nos hubiese desechado y no querría tener compañerismo de nuevo con nosotros. Dios es distinto, y a pesar de su altísima majestad, se allana a recibir al pecador arrepentido que ha renunciado a las cosas para, desengañado de ellas, servirle a Él.

Pero no admite componendas ni versiones de convivencia. Las condiciones las pone Él. Una vez aceptadas, no se puede tener dos nidos donde posar. O Dios o el mundo.

No quiso el arca capturada por los filisteos convivir con el ídolo Dagón, como si ella fuera un diocesillo como el tan abominable Dagón. Cada mañana aparecía el ídolo derribado y roto. (1º Samuel5:1 y ss.) Así todo lo que en nosotros signifique apego al mundo, ha de ser derribado y roto como un ídolo más. No pueden ser adorados juntamente el mundo y Dios.

Él tiene siempre preparado su ancho corazón para el que se desprende del amor a las cosas y se entrega, para recibir tantos regalos espirituales con que él sabe agraciar a los que le aman sinceramente, y se desprenden gustosamente de adherencias extrañas que puedan estorbar la amable comunión divina.

Aborrecer no es abandonar, y eso ha de ser muy claro para el discípulo. Es desatarse de las cosas lo que Jesús nos quiere desatar, cuando expresa las palabras de la escalofriante frase. La comprensión de que estando desprendido, se pueden disfrutar los dones de Dios sin que lo dado sea tenido tanto o más en cuenta que el Dador.

Cuando el profeta Eliseo mandó a la viuda que trajera vasijas vacías todas las que pudiera, el Señor las llenó al completo y más hubiera otorgado de haber más vasijas vacías. Solo cuando se acabaron las vasijas dejó de manar aceite que las llenara. (2 Reyes 4:1 y ss). Así nosotros hemos de presentarnos lo mas vacíos posible, para recibir el inagotable torrente de dones espirituales que Dios tiene preparados y listos, para aquellos que se le ofrecen así.

Yerra quien piense que estas cosas solo sucedieron en aquellos tiempos mencionados, a profetas contados, pero en este mismo momento en que estás leyendo este escrito, Dios está expectante por si quieres vaciarte y presentarle tu persona como vasija vacía para que Él la llene hasta rebosar. Solo se trata de comprobar las misericordias y la abundancia bondadosa de Dios.

Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido. (1ª Corintios 12)  ¡A buen entendedor…!