Mi Padre

Autor: Rafael Ángel Marañón  

 

 

Mi padre fue un alma grande. Siempre lo colegí por su comportamiento y por la veneración que le tenían sus amigos y conocidos. Bravo y mesurado siempre fue alguien muy cercano y a la vez muy extraño para mí.


Pero un día en que íbamos en un camión, juntos de vuelta a casa con frutas de carga, el vehículo se rebeló y carraspeando al principio y parándose finalmente se paró en medio de la carretera.


Yo me alarmé pues estábamos a muchos kilómetros de casa y sabía que mi madre nos esperaba. Yo tenía todavía el temor que las madres con su cariño suelen insuflar sutilmente en las mentes de sus hijos. Aquello de ¡Abrígate!, ¡No vuelvas tarde!, ¡Ten cuidado!, ¡ponte bien la camisa! etc. Él ni siquiera hizo un comentario sobre la manifiesta avería.


Se bajó del camión mientras yo permanecía abrigado en la cabina y miró un lugar concreto del vehículo durante un largo rato. Murmuró algo en la semioscuridad y tocó alguna parte del vehículo.


Después, volviendo hacia la cabina, la abrió, y subiendo me dijo. -Vamos a intentar acercarnos a aquella casa que se ve por el camino que está más adelante-. Efectivamente, había un senderito ancho que yo no había advertido y por allí dejó caer el vehículo que fue rodando lentamente con el motor parado por el áspero carril.


Antes de llegar a la casa, ya se hacía manifiesto que estaba vacía y el camión al llegar a una pequeña vaguada ya no pudo seguir. Mi padre sin decir nada paró el vehículo y con voz muy serena dijo -vamos a pasar la noche aquí pues la reparación no se puede hacer esta noche, de todos modos es larga y no adelantaríamos nada intentándolo ahora-. -Baja las mantas del camastro-.


Yo obedecí sin comentar nada. Al salir de la cabina sentí un aire fresco que me hizo estremecer y seguí a mi padre a una explanada que cerca se hallaba y que por todas las señales era, o había sido, una pista de picadero de caballos amplia y lisa. Allí limpiamos un poco allanando la tierra dura, él puso dos o tres grande piedras en las que pudiéramos sentarnos y en el centro encendió una fogata.

 

Pronto nos sentamos ante ella y después de un rato de silencio y comer unas frutas que mi padre tomó de la carga, nos echamos sobre los hombros las mantas que yo llevaba y nos quedamos silenciosos con un simple comentario. -Mañana arreglamos la tuerca para que no se suelte y seguimos-. Yo dije intranquilo - mamá estará inquieta-. Él sonrió - ya está acostumbrada a esperar -. Callé entonces.


Solo los tenues ruidos de los escasos vehículos que circulaban por la cercana carretera y el viento sobre los árboles y arbustos que rodeaban el calvero se oían de vez en cuando.


La luna asomaba un débil y tímido gajo luminoso, al borde de unas balasteras y de los álamos, y la lumbre que chisporroteaba de vez en cuando quebraba el silencio de la noche.


Al cabo, yo me atreví a preguntar algo y él me contestó serenamente. Se inició una conversación sobre todo tema que surgía de forma anárquica pero fluida. Nunca había estado yo tan cerca y tan solo junto a él. Me sentía cercano y protegido.


Miré su silueta mal iluminada y no vi en él ni viejo ni joven, ni fuerte, ni débil, ni áspero, ni suave. Una naturalidad que yo nunca había percibido en él, presidía la conversación. Solo noté que cuando en la intimidad del lugar y sin tener nada que me distrajese, me rendí a aquel momento, y le conté algunas cosas. Cosas que creía que eran desconocidas para él. Su sonrisa casi cómplice cuando se las contaba, me decía que aquello era algo que él no desconocía.

¿Cómo podría yo haber sondado en las profundidades de su alma? Nunca pude sospechar en mi juventud que aquellos momentos fueron tan gratos para él como para mí.

En aquel momento todas mis suspicacias ante un padre recio y severo, que yo creía conocer, se disiparon. Ante mí estaba aquel, al que hasta aquel momento yo había soñado contar mis cosas, y ahora lo hacía sin recibir ni consejos ni aprobación ni repulsa. Él me escuchaba y me animaba con algún corto comentario, pero permanecía tan neutral como si no fuese con él aquello que yo le contaba.

 

Mis recelos ante los peligros de aquel lugar se disiparon ante la presencia de aquel hombre, para mí tan habitual y tan desconocido. Contestaba brevemente y con gracejo a mis confidencias y sin yo darme cuenta y sin sentirme constreñido, me afianzaba más y más en una confianza que yo no hubiera sospechado una hora antes. 

Como globo que se desinfla, me vacié de todas mis reservas y de secretillos que en mi edad adolescente creí tener. Él, sin cargos ni perceptiblemente, me descubrió risueño muchos más de mí, que ni yo mismo sabía o era consciente.

Ante mí, y sin los velos de la sociedad y de las conveniencias que a veces cubren la relación de padres e hijos, yo descubrí un verdadero y gentil señor. Y aquel señor era mi padre. Sentí una gran emoción en la garganta y el pecho.


Él estaba allí y era mi manto protector sin hacer alarde de ello. Sencillamente era. ¡Estaba! Sin palabras, sin gestos, sin tratar de influir, pero haciéndome sentir que allí estaba para mí y que con él nada podría agredirme en la vida, descubrí a mi padre. Ni bueno ni malo, ni tuerto ni ciego. ¡Mi padre!. Nunca olvidaré aquellos momentos que han sido los más sorprendentes de mi vida y los más recordados.


¡Mi padre! Un fuerte varón que trabajaba sin descanso para su hogar de cuatro hijos y allegados, con una naturalidad y una sencillez que hacían habitual su generosidad y liberalidad. ¡Ah! ¡Como me doy cuenta ahora!

Solo siento el tiempo pasado en el que el devenir de la vida, nubló en muchas ocasiones -demasiadas- la sensación que aquella noche tuve, sobre lo que significaba aquel hombre que estaba escuchándome como si nada en el mundo tuviese importancia, sino los amorcillos y las cuitas de un adolescente de catorce años.


En aquel momento solo sentí que para él no existía en el universo más que él y yo. Y eso era en verdad lo que sentíamos los dos. Estoy seguro. Allí conocí de verdad a mi padre. A mi auténtico y amado padre. No al sucedáneo que me había imaginado en mi inocencia juvenil.


Hoy bendigo su recuerdo. Sus defectos; ¡Que los tenía! Y su prestancia generosa y gallarda bizarría. ¡Bendito seas, padre mío, para una eternidad! Tú fuiste solo un padre. ¡Nada menos que mi padre!