Perfección

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

 

Tengo que confesar, con dolor de corazón y sin propósito de enmienda, que no soy capar de realizar la perfección, aunque si buscador y admirador de ella. Es por eso que nunca consigo terminar algo sin defectos. Ya a mi edad he conseguido superar mis congojas a cuenta de esta característica debilidad mía, porque considero casi todo como una fruslería y vanidad que en nada aprovechan al que pinta o escribe (por ejemplo) con perfección en su oficio.

 

Hay una perfección que me ha preocupado durante muchos años, y es la perfección ante Dios. Yo sabía que era flaco y malo, aunque amo entrañablemente a Jesús el Cristo de Dios, pero mis inclinaciones y mis pocas luces me hacían caer una y otra vez en los mismos fallos. Fallos que dicho sea de paso, y para no animar a nadie, no eran tan grandes como piensan las gentes que son los grandes pecados. La cosa no iba por ahí.

 

Mis tendencias eran reacciones, juicios, y falta de comprensión hacia otros amén de muchos más. Ahora reconozco los fallos de los demás como míos propios, pues estamos hechos del mismo barro. La angustia padecida, era por faltas de los demás que me indignaban. Ahora veo mucho mejor la maldad de las acciones, pero en cambio mi comprensión de los impulsos, las circunstancias, y otros muchos factores que juegan en la conducta de los hombres ha crecido casi exponencialmente.

 

¿Por qué ha sido esa evolución o transformación? Porque caí en el pozo donde suelen vivir muchos que, siendo buenos, echan a perder su valía con juicios comparativos, algunos de ellos inevitables. Hay un misterioso verso en La Biblia que nunca he visto declarado extensamente en ningún autor, de los muchos que ávidamente he leído, aunque ahora menos, a lo largo de mi vida. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado. Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. (Juan 16:7 al 12).

 

Y es que busqué la perfección en mí, pobre pecador, fallón, ignorante de los misterios que, con la sola inteligencia, creía poder penetrar en el infinito espacio de la divinidad, mejor dicho, de Dios. Ahora cuando me siento a meditar o a orar, solo entro en el deseo de hacerlo, y dejo que mi Señor haga por mí, lo que yo no soy capaz de hacer, aun concentrándome todo lo que puedo. El sabe por lo que estoy allí, y no es preciso más aunque sería conveniente.

 

Es Cristo, y solo Él, la base de nuestra perfección. Su perfección es la nuestra. Si estamos metidos en un automóvil, vamos a donde vaya él, y si estamos introducidos en Cristo, y Cristo vive en nosotros, la perfección de Cristo es la nuestra y, por tanto es esto lo que  el apóstol dice para las dudas y hasta rencillas de cristianos: Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios. (Filipenses 3:15).

 

Pablo nos dice perfectos, aunque él nota que hay discrepancias; así que la perfección a la que se refiere, es la de Cristo en nosotros. Lo que no está a nuestro alcance espiritual o intelectual, también ha de venir por revelación del mismo Dios: Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. (Juan 14:23)

De la vil humanidad

Es necedad dar loor

Que le agrade de verdad

Al perfecto Dios de amor.

 

 

 

VICTORIA

 

Mucho antes de que el fracaso de mi espíritu se me hiciera patente.

 

En el tiempo en que en la angustia de mi alma se hiciera evidente su estéril esfuerzo.

 

Cuando mi indómito ego se abandonó a su destino.

 

Una amorosa y profunda mirada, en el inmenso Universo, sonreía

 

Y proclamaba en el silencio de mi vida interior.

 

¡Victoria!.

 

Venció la humildad de Dios.

 

¡CRISTO!

 

Su entrega firme, pasiva y constante, abrieron el misterio.

 

Al final vence la desnuda Verdad.

 

Ya soy libre.

No tengo que llevar mi vida sobre mis débiles espaldas.

 

¡Gracias, señor!

 

Rafael Marañón