El enemigo a las puertas

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

 

              Escribir sobre asuntos espirituales tiene muchos peligros, uno de los cuales es precisamente el de poderte equivocar por la premura del que escribe un artículo en unas horas o minutos, y aunque esté bien reflexionado es posible dejar dichas cosas no exactamente correctas

Pero sí hay algo que creo importante. Cuando el que escribe lo hace en primer lugar de buena fe, y en segundo lugar con suficientes conocimientos y llevado del Espíritu, los errores no conducen a herejías sino conforman la fe del que lee, aunque sea con reservas mentales o puntualizaciones que si no corrigen, por lo menos en la mente y el corazón hacen analizar y poner atención a lo que quiere decir el que escribe.

Dice Lope de Vega

 

           No me precio de entendido

De desdichado me precio

Que los que no son dichosos

¿Cómo pueden ser discretos?

 

Y efectivamente, nadie se puede preciar de entendido, porque siempre hay alguien más conocedor que le pueda corregir con más conocimiento y exactitud.

Lo que no es de recibo, es que el celo por las cosas de Dios siempre sea calificado como juzgador, y la palabreja moderna «intolerante», cuando precisamente el cristiano es el ser más tolerante que existe, porque se conoce a sí mismo a la luz de Cristo y, por tanto, también las debilidades y las causas de las caídas y hasta la incredulidad de los demás. Lo que no acepta son las fábulas y puntos de vista de los demás, que no son coincidentes con su fe. Y así debe ser, con todo respeto a los demás.

Esta general locura de prescindir de la espiritualidad, porque lo más importante para casi todo el mundo es el bienestar social, y la comodidad de la seguridad, el orgullo de saberse rico en posesiones, o pobre resentido en el caso contrario. El enemigo espiritual está no ya a las puertas, sino que ya parece que ha perforado la muralla y derribado casi los últimos baluartes, mientras nosotros nos enzarzamos en discusiones inútiles, y en debilitar el cada vez más débil muro espiritual contra el mal.

La riqueza del cristiano (aquí no entro en denominaciones) es la seguridad de contar con la misericordia, por amor, del que es dueño y autor de todo el Universo, y reparte las cosas según un plan eterno que nadie ha podido averiguar. Lo que sabemos revelado, sobre todo por Nuestro Señor Jesucristo, es incompleto (por favor no confundan con relativo), porque Él dijo (y sabía lo que decía), que había cosas que los hombres no podríamos sobrellevar a causa de nuestra flaqueza y pequeñez.

Solo pedía que tuviésemos confianza en el amor de Dios, y la eficacia de sus normas para vida: Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber.

Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber. (Juan 16:12 al 15).

Ahora le incredulidad (de la que también tenemos nuestra parte no pequeña de responsabilidad) se adueña del mundo, y ya volvemos a las antiguas formas de vida pagana. Todos se quejan de muchas calamidades (inestabilidad, corrupción, diferencias sociales, etc.), sin querer darnos cuenta de que somos nosotros mismos los que impedimos al Espíritu de Cristo señorear sobre una sociedad, que podría ser dichosa y como dice la Escritura Santa: Te acostarás, y no habrá quien te espante; Y muchos suplicarán tu favor. (Job 11:19).  

Se pretende ignorar que salvo los desastres ineludibles, la mayoría de las desdichas, provienen de nuestra propia ineptitud e indiferencia, para seguir los pasos del Maestro. Para hacerlo se necesita un desprendimiento que juzgamos intolerable, y de todo punto imposible de cumplir ignorando (por lo menos los cristianos), que lo que nosotros no podemos hacer u ofrecer a causa de nuestra humana debilidad, es suplido ampliamente por la sangre de Jesucristo y la misericordia entrañable de nuestro Dios, (Lucas 1:78).

 

AMDG