La jactancia del hombre

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡ojalá reinaseis para que nosotros reinásemos también juntamente con vosotros!

(1ª Corintios 4:8).

Pero vosotros habéis afrentado al pobre.

¿No os oprimen los ricos, y no son ellos los mismos que os arrastran a los tribunales?

(Santiago 2:6).

Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo,

que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico,

 para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.

(2ª Corintios 8:9).

 

Como todos los pensamientos son viciados en el hombre natural, andamos siempre errados, por que queremos a cada situación aplicar un mandamiento. El manso cordero de Dios solo aplicó uno, y es el que nos recomendó a todos nosotros. El amor. El suyo fue un amor sin limitaciones de raza, color, y hasta de enemistades. Por eso dijo a las mujeres que lloraban a su paso hacia el calvario: Filiae  Hierusalem,  nolite fiere super me, sed super vos ipsas flete, et super filios vestros; o sea: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. (Lucas 23:28). 

Era un amor ilimitado, que ya veía las consecuencias del deicidio que estaban perpetrando. Y la Escritura habla, de que Jesús no tenía ni donde reclinar la cabeza. No había descanso para el que traía nuestro descanso, y no hubo piedad para el que era el paradigma de la Piedad Divina. El más delicado de entre los hombres fue furiosa y sádicamente escarnecido y desnudado, colgado de una cruz como el peor de los criminales.  

Nos podemos imaginar, a quien era todo recato y dignidad, desnudo y puesto en lo alto de un palo, bajo las burlas de todos, las miradas de su madre, y de los que le amaban, que no habían huido. El abandono del Padre, le arrancó la más conmovedora de las quejas, y a pesar de estar a las puertas de la muerte, su último suspiro lo acompañó con una frase de soberana esperanza: Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró. (Lucas 23:46). 

Hasta el último momento, en el abandono más absoluto, confió en su Padre Celestial. Ni la muerte, ni el deshonor (había blasfemado contra Dios y contra el templo, según proclamaba la envidia y los celos de sus enemigos) le apartaron de su camino, de su enorme, divina misión. Había sido solicitada su muerte, por los que muy poco tiempo antes le aclamaban como rey. Todo lo soportó, con la dignidad y mansedumbre propias del Cordero de Dios. Hasta el fin. ¡Hasta el fin, cristianos! hasta el fin. 

Nosotros, entretanto, vivimos como si esto no hubiese sucedido, o fuera una conseja de ancianos nostálgicos y neuróticos. Esa es nuestra postura. ¡Considerémoslo! ¡Admitámoslo! La realidad, es que no consideramos el seguimiento de Jesús, como una aventura emocionante y valerosa. Una empresa, que nos da certeza de que podemos vivir la vida con superioridad. Una superioridad concedida por Dios, a los que Él ha querido escoger y llamar a su servicio. 

Nuestra perdición es nuestra, de la misma manera que la ayuda y la misericordia solo vienen de Dios. ¿Qué amigo podrá hablar de ti ante el trono divino, sino las misericordias que de ti recogió el pobre y necesitado? Y hay muchas clases de pobreza y necesidad. ¿Qué obra vas a declarar delante del Trono Blanco, cuando contemples con perfecta claridad tu conciencia? Por eso, por ser imitador de Dios, es por lo que podrás estar de pie delante del hijo del hombre, Jesucristo. 

El no tenía nada de dinero, pues tuvo que pedir prestada una moneda para ilustrar un asunto. No tuvo amigos que le ampararan cuando fue preso, ni tuvo quien le bajara de la cruz, hasta saber que ya había sido abandonado a la muerte. El sepulcro fue prestado. El agua la pidió a una samaritana.  

Todo lo soportó. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, (Filipenses 2:5, 6, 7, 8 ,9).  

Es vanidad estúpida y perniciosa, presumir el hombre de sí mismo, siendo nuestra poquedad y nuestra debilidad tan grande. Físicamente, podemos morir o enfermar en cualquier momento. Un accidente, una comida en malas condiciones, un abuso de ella nos puede llevar al hospital (donde los hay), o a la muerte. Por eso decía el apóstol Pablo, muy certeramente, hablando de sí mismo: Y tal confianza tenemos mediante Cristo para con Dios; no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios. (2ª Corintios 3:4,5,).  

¡Pues claro que sí! ¿De donde nos viene a nosotros la sabiduría espiritual, de la que tan poco hacemos gala, sino de Dios por su palabra y por su espíritu? Nosotros, la mayoría de las veces, somos obstáculo a la acción de Dios por causa de nuestras flaquezas y amor propio, como si dependiéramos de nosotros mismos. Por eso Dios humilla a los que presumen de sí mismos, en lugar de dar gracias a su Señor. En la sabiduría mostrada por los buenos también llevan su parte de humillación, al mostrar que esa sabiduría es solo, y nada más, que del Padre Eterno.  

No podemos ir a Cristo, sino yendo tras sus pisadas. ¿Cómo se nos ocurre pensar, que es él quien tiene que venir tras de nuestros pensamientos y jactancias? Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero (Juan 6:44). Esto dice Jesús, con énfasis y gravedad. Cuando decimos que sin Cristo no somos nada ¿Qué estamos sintiendo de verdad? Por sí sola, la tierra da cardos y maleza; de la misma forma, el humano no puede dar por sí mismo sino mal. El bien tiene que abastecerlo Dios, para que el humano lo pueda realizar. Y si así es ¿a qué la jactancia, a qué el descuido? 

Y siendo esto tan obvio y reconocido, así como declarado en todo momento... ¿Cómo nos atrevemos a presumir y a jactarnos de cualquier cosa buena que hacemos, como si de nuestro propio corazón surgiera? Por eso se dice en la Santa Escritura: El sabio teme y se aparta del mal; Mas el insensato se muestra insolente y confiado. (Proverbios 14:16). Y así anda, sobreviniéndole el mal y administrándoselo a los demás.

Y nosotros ¿qué?