Del poder mundano

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

Diles, pues: Así ha dicho Yahvé de los ejércitos:

Volveos a mí, dice Jehová de los ejércitos, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Yahvé de los ejércitos.

(Zacarías 1:3)

Desde los días de vuestros padres

os habéis apartado de mis leyes, y no las guardasteis.

Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros,

 ha dicho Jehová de los ejércitos.

Mas dijisteis: ¿En qué hemos de volvernos?

(Malaquías 3:7)

Inclinad vuestro oído, y venid a mí;

oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno,

las misericordias firmes a David.

(Isaías 55:3)

 

Queremos ser importantes, por que ello nos da una aparente seguridad ante el mundo, pero ante Dios nos pone en el gran peligro de buscar más la gloria de los hombres que la gloria de Dios. Lo que viene de Dios es puro, inmaculado y bueno, lo que los hombres dan es falso e interesado.  

Dice el refrán popular “Menea la cola el can, no por ti, sino por el pan”. Y es que en realidad, la experiencia del hombre sabio conoce que “el corazón humano no sabe dar; solo cambia” Lo que Dios da es por su infinita piedad y generosidad. Nada de lo que Dios nos da, sea favorable o adverso según nuestras apreciaciones, es malo. Siempre va dirigido por él para vida eterna y Él sabe muy bien lo que piensa y hace.

Lo que ocurre es que nosotros, desde nuestra flaca condición, y encadenados al cuerpo, a sus necesidades y deseos, tenemos como malo solo aquello que nos contraría en el orden material; lo que rompe o dificulta nuestras comodidades. Por eso es que el poeta dice:

“¿Dónde está la utilidad

De vuestras utilidades?

Volvamos a la verdad;

Vanidad de vanidades”.

Querer honores y valimiento de mano de los hombres, es grato unos pocos momentos espectaculares. Un premio es algo codiciado y brillante. Enerva nuestro ego y satisface nuestra vanidad. Los cristianos, debemos despreciar todas las grandezas y poderío del mundo, pues si somos fieles discípulos de Jesucristo, nos preciamos y tenemos por honra el poder llevar el nombre de cristianos, no podemos ser así.

Dice el apóstol Pablo, en trance de explicar a los cristianos su posición ante las solicitaciones del poder, de la competitividad mundana: Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. (Gálatas 1:10).

Tenemos como en todo lo que tiene relación con la vida de piedad cristiana, ejemplo en nuestro señor Jesús que, siendo demandado para ser rey terrenal a instancias del pueblo enardecido, se retiró por que Él buscaba hacer la voluntad de su padre, y las dignidades mundanas eran un formidable obstáculo para ser fiel a su misión.

Lejos de ello se ofreció voluntariamente a la muerte, para que con ella nosotros viviéramos, como es la voluntad del Padre Eterno. Así se dice en otro lugar: Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. (Lucas 9:51).

Allí sabía bien que le esperaba la angustia, la muerte vil y el despojo de su cuerpo material. Mucho más, el abandono de su Padre como desechado y maldito. Maldito, Él que era el dechado de dulzura, comprensión y ternura para con todos. Allí fue y no se echó atrás, como hacemos a veces nosotros con nuestras fluctuaciones. ¿Es que no nos da vergüenza? Pero claro, somos flacos y fluctuantes, y es por eso que se hizo el terrible, grandioso, cósmico misterio de su muerte en la cruz.

Ese era el método de Dios para nuestra salvación eterna, y eso lo sabía Jesús. Como ahora sabemos lo que él demanda de nosotros, pero que nosotros no llevamos a cabo como Él lo hizo, sin vacilaciones y a pesar de tanto sufrimiento.

¡Ah cristianos! ¡En que poco tenemos estas cosas para nuestra vida diaria. Somos tal vez simpatizantes, pero ser discípulo de Jesús acaba con las quejas, porque el que sabe que tiene vida eterna, dichosa y emocionante, no fluctúa ni duda, sino que se lanza sin más, a la aventura de vivir con Jesús y para Jesús.

Si eso no es así, solo simpatizamos (¿quien no simpatiza con Jesús como hombre y maestro?), y no nos lanzamos de cabeza al agua, estaremos todo el tiempo metiendo un dedito en la piscina, y nunca nos atreveremos a lanzarnos en el agua de una vez, pues la duda nos impide el sumergirnos en Cristo, y ser bautizados espiritualmente en él.

Dice San Pablo: y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, (1ª Corintios 10:2). Dando a entender, que el sumergimiento que se representa con el del agua, es un entrar en Cristo, y Cristo en nosotros. ¿A que viene pues entonces, teniendo tan gran maestro, émulo y testigo, ese deseo desmedido de tener el aplauso de las gentes y sentirse importante, si no se está en el camino de la vida eterna?

La grandeza nuestra es la que es dada de Dios, y no la que nos pueda otorgar el hombre. Esta última nos será arrebatada, por los mismos que ahora nos la otorgan por su conveniencia y astucia. La grandeza y el señorío de Dios, vienen dados por el Espíritu Santo que nos capacita para vencer, con elegante naturalidad, todos los deseos malignos que conspiran contra nuestras almas. Lo demás es solo basura que algún día nos traicionará, y que es poseída con miedo a perderla y, por ese mismo miedo, perder nuestra alma delante de Dios.

Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, (Filipenses 3:8) Esto dice el gran apóstol que, teniendo la confianza de los sacerdotes, no dudó en cambiarse al humilde servicio de Jesús y su evangelio, ignorando y aborreciendo las cosas que para él eran fundamentales en su vida anterior.

Nuestra morada eterna está en el cielo y así dice el apóstol: Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; (Filipenses 3:20)

Ese es nuestro maestro, nuestro guía, nuestra protección inviolable, y nuestro médico, que nunca hace dejación ni se distrae. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, (Efesios 2:14).

Paz a todos. Los que están cerca y los que está lejos. Paz y fuerza del Señor, dueño de Cielos y tierra. Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David. Así habla, y convida el Señor a todos. ¿Qué harás tú con su llamada?