Dios y los comportamientos

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca.

 (1 Pedro 5:10)

 

No os conforméis a este siglo, sino transformaos

por medio de la renovación de vuestro entendimiento,

 para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,

 agradable y perfecta.

 (Romanos 12:2)

 

porque Dios es el que en vosotros produce

así el querer como el hacer,

por su buena voluntad.

(Filipenses 2:13)

Hoy día recibimos tanta información y tanto estímulo a nuestra disipación, que no somos capaces de calibrar lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Por tanto no hay estímulo espiritual en nosotros para gozar de las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Solo barullo y estruendo nos rodea, y mucho de ello es por nuestra propia voluntad. Somos nosotros los que nos metemos en él, por nuestra casi nula percepción de la realidad espiritual. 

Tengo un niño a mi cargo, al que daría todo lo que estuviese en mis manos para que sea feliz y goce tanto como pueda, pero al igual que Dios tiene que esperar a la resurrección para darnos sus bienes, al niño hay que esperar a que con más discernimiento entienda lo que le amo, y lo que quisiera que hiciera en su solo bien y por el amor que le tengo. 

Estoy seguro de que el Señor también trabaja en nosotros para bien, pero somos orgullosos, descreídos, (por favor no me digan que no) y rebeldes por que queremos hacer nuestra voluntad sobre la de Dios.  Creemos erróneamente que Dios no nos da lo que debe darnos por el motivo que sea. La vida que tenemos no la valoramos. No valoramos la existencia, la posesión de un alma que sufre, que llora y que vive, y un espíritu que junto con el Espíritu Santo gobierna nuestros deseos y nuestras buenas acciones y pensamientos. 

Nuestras pasiones, nuestros miedos, nuestras soberbias, nos zarandean con gran regocijo del enemigo de Dios, y por tanto nuestro. Dios nos da todo lo que nos puede beneficiar en orden y paz, pero nosotros no queremos, puesto que nos dejamos llevar por nuestras querencias carnales y nuestra propia dirección. Pero todo ello es debatirse en la duda y casi en la impiedad, ya que la voluntad de Dios es muchísimo mejor, sin comparación, que la realización de nuestros propios designios, ya que en su sabiduría hace lo que nos conviene.  

Él podría, como se dice hoy, pasar de nosotros, pero como padre, hace cuanto es necesario para darle a sus hijos lo que es bueno a cada uno, aunque a cada cual le parece que podría haber sido más generoso. Si no aprendemos a valorar la comunión con Dios, como el más dichoso de los estados del ser humano, no comprenderemos jamás las promesas de Jesucristo Nuestro Señor y Maestro. “Todo amor propio, todo pensamiento propio, todo juicio propio deben desaparecer del cristiano”. (Jean Daujat)  

Recibimos tanta información, que todo queda diluido en nuestro adormecido y saturado cerebro. El alma se opila y no puede determinarse a tomar una decisión, por que los abundantes medios comunicativos no la dejan. Tanta solicitación a nuestro ego o nuestra naturaleza perdida, nos oprime y nos arrebata hacia el mal, sin que nosotros nos demos exacta cuenta de lo que nos pasa y porqué hacemos lo que hacemos.  

Es un estado de inopia tal, que ni siquiera nos damos cuenta de que cuando hacemos caso omiso de la piedad y la atención a Jesús, estamos pecando delante de Dios, como decía David después que pecó con Betsabé: Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho el mal delante de tus ojos. (Salmo 51). Podemos pues, meternos en la más oscura cueva para hacer la iniquidad, pero los ojos de Dios no necesitan de esa luz nuestra para ver lo que hacemos. Así que cuando pecamos lo hacemos siempre delante de Dios (y lo sabemos). 

De la misma manera que mi niño no es capaz de considerar el amor mío, por causa de su incapacidad, nosotros hacemos lo mismo con nuestro Padre Celestial al que agraviamos con nuestra indiferencia culpable. No hace falta que hagamos una señalada iniquidad. Basta con tener en poco la bondad y la misericordia de Dios, para que caigamos en el pecado más grave. El desprecio a Dios Omnipotente al que debemos vida, aliento, y todas las cosas. (Hechos 17:24-26). 

No digamos que somos débiles (que lo somos), como excusa para nuestras ignorancias voluntarias. Ni digamos que Dios es tan misericordioso que ya se hará cargo de nuestras debilidades (que lo hace), pero no de forma que esto sea motivo de menospreciar el castigo. Somos responsables porque esperamos una vida eterna, y como Jesús hemos de trabajar por ella. 

Una vida piadosa nos garantiza que Dios va a corresponder con infinita piedad hacia nosotros, pero no hagamos caso omiso a su ira y a su poder. No tengamos que quejarnos después, cuando la calamidad nos visite. Todo será consecuencia de nuestro pecado. El que hace pecado es esclavo del pecado. Hay un viejo dicho que dice que se pierden “los que desconfían de la misericordia de Dios o locamente presumen de ella”. 

Es absolutamente cierto que la misericordia de Dios es enorme, gigantea, pero no menos es su justicia y su ira contra los réprobos. Así pues las obras buenas provienen siempre de un corazón bueno, que es capaz de palpar espiritualmente en la mente de Dios. San Pablo dice: Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo. (1ª Corintios 2:16).

O sea, en palabras cortas y decisivas, la fragilidad nuestra es para que se muestre que es Dios quien hace la obra a través de nosotros, y no para nuestra jactancia y el culto a nuestro propio poder. De ahí que el mismo apóstol dijera también: Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros. (2ª Corintios 4:7). 

Solo el que está en Cristo y lleva a Cristo en su corazón, es capaz de tener la mente y el poder de Cristo, que solo miró hacia su Padre sin  dejarse llevar por las tentaciones tan intensas que padeció. Si pues habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. (Colosenses 3:1). 

Busquemos pues a Dios y lo hallaremos sin duda. Él está asequible ante el que le busca.  Que no tenga Jesús que decir de nosotros: Y no queréis venir a mí. (Juan 5:40). A nosotros nos corresponde tener en cuenta estas palabras: Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos. (Lucas 17:10). 

 

SIN SALDO. 

Se acaba ya mi vida en paz y sin congoja,

Con fracaso y victoria, con pena y alegría;

Una vida que antaño eterna parecía,

Y ahora se manifiesta como una paradoja.

 

En la fe que sostengo espero trascendencia;

No admito que la vida sea solo una charada;

Una tumba sombría con mi guirnalda ajada,

Y el huero comentario de alguna concurrencia.

 

En final predecible y en certeza ferviente,

Agradezco por todo, de nada me  lamento,

Porque somos candelas de vida y sentimiento

Que unidas forman parte de un aura más potente.

 

No soy más que un humano sin valor ni relieve,

Pero sé que el que ostenta la razón escondida,

Bien sabe lo que hace con nuestra cruz y vida

Y ando en paz hacia el fin, como el que nada debe.

 

Mis sólidas certezas las tengo ya archivadas,

Y duermo con el sueño de un niño descuidado

Que descansa en su padre sabiéndose mimado,

Y así recibe besos, riñas y carcajadas.

 

No tengo ningún mérito que presentar en saldo,

Pues lo que haya de ser está ya preparado;

No temo ni juicio, ni fuego, que abogado

Está también previsto y de ello yo me valgo.

 

Y al cabo todo pasa, como está ya previsto

Por el que todo puede y todo lo ha creado,

Que con celo de padre a todos nos ha amado,

Y para nuestra paz nos ha otorgado a Cristo.