Olvidados del mundo

Autor: Rafael Ángel Marañón 

 

 

Otros experimentaron vituperios y azotes,

Y a más de esto prisiones y cárceles.

     Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba,

 Muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá

 Cubiertos de pieles de ovejas y de cabras,

 Pobres, angustiados, maltratados;

     De los cuales el mundo no era digno;

Errando por los desiertos, por los montes,

Por las cuevas y por las cavernas de la tierra.

     Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe,

 No recibieron entonces lo prometido;

     Proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros,

Para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.

(Hebreos 11:36,37,38,39,40)

 

Dichoso aquel que contra y toda opinión, es olvidado del mundo. Es alguien que ha propuesto en su corazón hacer solo las cosas que agraden a Dios, y por tanto el mundo lo desprecia y hasta le hostiga por su condición de persona piadosa. Cuando el mundo te abandona, te aborrece, es señal de que estás en el buen camino y haces obras buenas y provechosas en la piedad. (Juan 15:20)

Quien así haga, vivirá siempre disfrutando del consuelo y la alegría de la llenura del Espíritu. Dice un  refrán profano: “más vale ser rico y sano que pobre y enfermo”. Y es cierto. Pero nosotros los aplicamos a la riqueza espiritual. Esta afirma con certeza que ser rico en espíritu y saludable en la integridad del ser, con la salvación garantizada por la promesa de Cristo es mucho mejor, sin comparación, que estar enfermo de vicio, y rico en vacuidades y en arrogancia.

La perdición no se gana, ya la tenemos todos los nacidos irredentos. (Romanos 3:23). Solamente la separación de Dios es ya perdición completa, y solo el que se acerca a él es el que sabe que puede vivir y morir con paz. Su destino ya está garantizado: para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec  (Hebreos 6:18, 19,20).

Así que, la promesa de la fe de Abrahán nos alcanza a todos los que confiando en Dios, andamos olvidados de los hombres pero amados y cuidados por el Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. La inteligencia y los dones que Dios reparte a cada uno, obligan más a quien más tiene de estos dones, por cuanto recibieron más. El más lamentable desperdicio que se pueda imaginar es que el hombre inteligente y culto, caiga en las falacias “razonables” que el mismo se fabrica.

Dijo Jesús: El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama. (Mateo 12:30). Y estas palabras son muy graves como para tomarlas ligeramente, y “dejar el agua correr” sin hacer el menor caso de ellas, como si Jesús no las hubiese pronunciado.

En el riguroso día del juicio, en el que nuestras propias conciencias nos acusarán o defenderán como a todo mortal, nos daremos cuenta de la futilidad de nuestras acciones, si no son hechas, genuinamente y en verdad, por y para Cristo: Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, y más nos valdrá haber sido humildes, y hasta olvidados de todos los del mundo con limpia conciencia, que haber hecho las mayores obras y haber predicado los mejores sermones, sobre tan altas y sutiles cuestiones como ahora a veces nos entretenemos en disputar.

Todos, buenos y malos, hemos de comparecer ante el alto tribunal, y no son los que más destacan a ojos de los hombres, los que triunfarán, sino los pobres de espíritu. Los incrédulos, agnósticos y otros ufanos de su propia razón, comparecerán también y dice de ellos la Escritura: Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados; porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados.

Porque cuando los paganos que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos, en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio. (Romanos 12,13,14,15,16).

Hasta en los lugares y asociaciones de ladrones o cualquier clase de malhechores, hay una ley que se imponen para su supervivencia. ¡Cuanto más hace el Señor dando unas maravillosas y eficaces leyes para salvación, consuelo, y seguridad a sus hijos amados!

Debiéramos todos, y es grave falta no hacerlo, que meditásemos profundamente, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido. (1ª Corintios 2:12). Miremos atentamente el versículo siguiente: Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. (Efesios 5:1).

Estoy seguro que si nos detenemos en el tráfago de nuestras vidas y nos sentamos un poquito, poniendo nuestro pensamiento en esta afirmación, los que sean espirituales se estremecerán de Júbilo.

Aunque sepan la Biblia, o tantos libros piadosos como se quiera de tapa a tapa, no hay afirmación que iguale a esta. ¡Hijos amados! ¡Nada menos!. ¿Y somos capaces de andar por la vida, haciendo reivindicaciones para cosas que en el día grande, el día del Señor, serán menos que paja? ¿Qué creemos que le importa a un moribundo, que sabe que ha de marchar a lo desconocido detrás de la tumba, el que vayan a construir en diez años después de su muerte, un palacio o un ferrocarril o cualquier otra cosa?

Todo acaba en el día de la muerte, que es para todos. Echemos pues nuestras cuentas, y veremos que más nos valdrá en el momento de la desnuda verdad, haber dado más a Dios y menos al mundo y sus deseos. Entonces discerniremos lo breve de nuestra vida, la frivolidad de tantas apetencias y el poco fruto que hemos sacado de nuestras vidas, vividas si no de espaldas a Dios, sí dejándole de lado en casi todos nuestros designios y actos. Sed imitadores de Dios como hijos amados. Pensemos un poco siquiera, y seamos agradecidos: Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos. (Colosenses 3:15).