Ego y voluntarismo

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

 

¿Acaso nosotros somos también ciegos? Jesús les respondió:
Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque
   decís: Vemos, vuestro pecado permanece.

                                 Juan 9:40, 41

  La raíz de nuestras contradicciones y rechazos a la obra de Dios provienen invariablemente de nuestro amor propio, nuestro egoísmo y egocentrismo. Si creemos que lo mejor es lo que procede de nuestras carnales deliberaciones, de nuestra voluntad propia y juicio propio, al estilo mundano, utilizando sus premisas y filosofías, siempre estaremos rechazando prácticamente todo lo que sucede.

No nos gustará nuestra casa, nuestro trabajo, nuestro esposo/esposa, nuestras mismas personas, etc. Y nos resentimos, ya que carecemos del poder necesario para que las cosas se adapten y configuren a nuestra conveniencia y deseo del momento. Dios propone y ejecuta su obra, y aborrece la rebeldía y oposición de sus criaturas a sus disposiciones, que solo son para nuestro exclusivo bien.

Por ello, todo lo que deseas alcanzar con amor propio, orgullo propio y deseo personal, y no consigues realizarlo, lo conviertes en aguijón amargo y doloroso contra ti mismo. Y tanto más enconado, cuanto más empeño pones en que las cosas y los sucesos ocurran como tú quieres, pero no puedes.

Para ti, en esa situación, Dios no cuenta para nada. Solo tu testarudez. Lo apartas de ti, considerándolo un enemigo que resiste tu voluntad. Son las cosas vueltas del revés por tu terca obstinación. Tú quieres, a pesar de que sabes que Dios no quiere. Y de ahí, los reproches que continuamente expresamos o interiorizamos hacia Dios.

El amor propio ciega el entendimiento, oscurece la razón, debilita la voluntad libre, y se constituye en enemigo de todo aquello que no se adapta a su propia volición o deseo. Como no puede hacer a Dios su servidor, lo hace su mayor enemigo. Paradojas del ser humano. Cristo nos dio buena nota del camino.. Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios. (2ª Corintios 1:20).

Y como en su curso natural, los hechos (en un porcentaje altísimo) no se someten a nuestro querer y desear, una frustración, un rencor sordo y obstinado, preside y llena completamente la vida y el corazón del hombre terco y voluntarioso.

De ahí los malos humores; el sentimiento de paranoia que llena el vivir de tanta gente. La agresividad y la ausencia de diálogo. Job, si supo hablar adecuadamente, cuando su mujer le reprochaba que Dios le había tratado muy mal, y él no se endurecía contra el Señor: ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? En todo esto no pecó Job con sus labios. (Job 2:10). En lugar de agradecer lo que tenemos de Dios, le reprochamos que no nos conceda alguna cosa que deseamos ardientemente, como si El Señor quisiera perjudicarnos o mortificarnos por el mero placer de hacerlo.

El hombre no puede modificar los sucesos de la forma que él quisiera, y en cambio tiene que soportar y hacer muchas cosas que aborrece.
El hombre que acepta, poco aborrece. Sabe que la vida normal transcurre así, y pocas cosas le afectan de forma dolorosa y personal. Sabe que Dios sabe muy bien lo que hace y espera en medio de la angustia, pero también en la fe y en la esperanza.

El hombre que aborrece, poco acepta, y todo le hiere de forma directa en su corazón, al que convierte neciamente en recipiente de dolorosas frustraciones. Hace de su vida un infierno, tanto más doliente, por cuanto más inútil. (R. Ridolfi).

Tiene que aprender, para su propio bien, a considerar y aceptar todo como proveniente de la mano de Dios, renunciando a su propio querer y desear, reconociendo así la grandeza y el protagonismo de Dios. ¿Quién puede conseguir en esta vida todo lo que quiere?

¿Sabemos siquiera lo que queremos? ¿Lo supo Napoleón, Hitler, Alejandro, o cualquier otro conquistador, que tan pronto pisaba las tierras que codiciaba, ya no tenía otro pensamiento sino acaparar más y más y emprender nuevas conquistas? Ya sabemos por la historia cuán pocos lograron todo, y qué de fracasos y decepciones vivieron.

¿Cómo se atreve el hombre voluntarioso y terco, en servirse a sí mismo la vida y sus vicisitudes? ¿No es muchísimo más sensato y acertado dejar que el Señor, en su infinita sabiduría, nos proporcione todo y disponga del devenir de nuestra vida? ¿No lo ha hecho siempre? ¿De donde viene lo que tenemos? ¿Acaso nuestros miembros los hemos fabricado nosotros?

¿A qué resistir lo irresistible? ¿Somos más sabios y poderosos que Dios? Él dice por la Escritura: ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? El que disputa con Dios responda a esto» (Job 38:4; 40:2).

Hay un dicho popular y antiguo que contiene mucha sabiduría: «Lo poco espanta, lo mucho amansa». Efectivamente nos dejarnos llevar por nuestro amor propio en las cosas pequeñas, ante las cuales nos sentimos poderosos y por las que ponemos, como se suele decir, «el grito en el cielo».

Al fin sucede una gruesa y auténtica calamidad, en la que no nos queda más remedio que bajar la cabeza y la voz, y soportar, pues no hay ya otra alternativa. Entonces conocemos nuestra impotencia de forma viva y real. Ya no nos queda, ni poder ni conocimiento.

El rey Saúl fue desechado por Dios y así dijo el Señor a Samuel profeta, el mismo que le ungió para darle el trono y el favor de Dios: ¿Hasta cuándo llorarás tú a Saúl hablándole yo desechado...? El amor propio del rey y su desobediencia recalcitrante habían provocado su separación de los designios del Señor.

Ya estaba perdido aun antes de que sucediera su desastrosa muerte. Porque como pecado de adivinación es la rebelión y coma ídolos la obstinación. Por cuanto tú desechaste la Palabra que Dios mandó, también Él te ha desechado (1º Samuel 15:23). ¿Y no es esto mismo lo que con tanta frecuencia nos sucede a nosotros?

Proyectamos según nuestro arbitrio y deseos, y esperamos insensatamente que Dios secunde y apruebe. ¡El Creador a merced y a remolque de su criatura! ¡Qué necedad! Saúl tenía vida y reino, pero su amor propio y su carácter voluntarioso e impaciente, le llevaron a la maldición y a una muerte desastrada.

El que piensa o dice que la voluntad de Dios sobre algo, debería ser de otra forma distinta de como se produce, se rebela y crea sus propios ídolos en sus ideas, a las que da mas entidad y crédito que a la sabiduría de Dios. Así se convierte también en adivino, pues considera que su apreciación es mejor, más exacta y más apropiada ante determinada situación, que lo que Dios ha dispuesto.

Solo aceptando humildemente la voluntad de Dios, esperando en Él y viviendo una eternidad de complacencia con Él, es como podemos tener la paz que tanto busca el hombre rebelde, emancipado de Dios y dejado a su propia suerte.

Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo. 1 Tesalonicenses 5:8.