Descuidados

Autor: Rafael Ángel Marañón

 

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente.
¡Ojalá fueses frío o caliente!
Pero por cuanto eres tibio y no frío ni caliente te vomitaré de mi boca.
 Porque tú dices: yo soy rico y me he enriquecido
Y de nada tengo necesidad;
 y no sabes que tú eres un desventurado,
 miserable, pobre, ciego e indigente.
(Apocalipsis. 3:15-16-17).
 
Si estás en Cristo no puedes estar con el mundo, ni de parte de los mundanos. No es preciso que los desprecies; por el contrario es necesario que los ames, aunque apartado de ellos, por causa de sus enfoques, filosofías y obras.  Parece difícil de entender, aunque Dios sabe ponerlo al alcance y comprensión de los que le aman.  
El mismo Señor dijo claramente: separados de mí nada podéis hacer... El que en mí no permanece, será echado fuera (Juan 15) Y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. (Juan 17) Meditemos con reverencia esta actitud de Jesús, en la seguridad de que hallaremos consuelo e iluminación, para seguir nuestros pasos en las mayores pesadumbres que tengamos que pasar por amor al Reino.
Es por eso, que es tan grave y no liviano descuido, dejar la práctica de la lectura de las Santas Escrituras, la meditación y la oración, para atender a muchos asuntos profanos, que muchas veces no son solo inútiles, sino perniciosos en grado extremo. Esto se hace con una frialdad y una despreocupación que espantan, y esto entre los creyentes. ¿Cómo no nos damos cuenta de lo mal que estamos empleando nuestro tiempo, que no nos pertenece sino en orden a la gloria de Dios?
Creemos que pasar el tiempo en distracciones y devaneos no es cosa de  importancia para el creyente, siendo como es tan pernicioso, y capaz de ponerlo en los más inesperados peligros. A juicio de las gentes incrédulas, estas disipaciones no son malas ni ellos hacen nada reprobable. Obviamente, el que tiene en poco su vida eterna y el servicio a Dios, es así como piensa y actúa.
¿Que hacía Abraham en el desierto casi inhabitable? Desde una perspectiva mezquina y utilitaria, nos parecería que perdía el tiempo y los mejores  años de su vida, cuando tan tentadoramente fácil le hubiese sido volver a su tierra. (Hebreos 11:15). Él esperaba del Señor otra cosa mejor según su fe en la promesa divina, y allí aguardaba sosegadamente el cumplimiento de la bendición.
Abrahán vivía sin tener presente otra cosa que obedecer la voluntad del Señor, siendo receptáculo del principio de la manifestación de su maravillosa providencia. Dios contó con él, y él a su vez sintiéndose movido por Dios, se mantuvo en el lugar que se le había asignado. La tierra que habrían de poseer sus descendientes.
Ese era su lugar, y su estar; nada más. Solo tenía que morar en aquella tierra y mirar al Señor. No careció nunca de compañerismo y amistad por parte de Dios que le acompañó fielmente por dondequiera que anduvo, sosteniéndole y librándole aun en sus más penosas defecciones a causa de su humana debilidad. Abrahán siempre contaba con el Señor. Es cierto que alguna vez pecó por miedo o voluntarismo, pero siempre le sostuvo el Dios de la promesa. ¡Aprendamos!
Abraham no hizo ni deshizo grandes hazañas, ni su vida terrenal tuvo gran relevancia ante las gentes entre las cuales vivía. Sencillamente fue solo, "Abraham el amigo de Dios", porque creyó a la promesa. Esta fe le sostuvo toda su vida en presencia del Invisible. A Él solamente edificó altar. A su Dios delante de quien andaba continuamente, y que era  su sola ocupación y su solo destino.
Extranjero era físicamente en la tierra que moraba, y extraño a todos los que en aquella tierra vivían desde muchas generaciones atrás. Como ahora el creyente, conocía que aquellos años de su paso por esta vida eran solo parte del designio del que, en su tiempo, mostrará las riquezas de su sabiduría y gloria, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron. (2ª Tesalonicenses: 1).
En aquellas vastas extensiones, cuando miraba al cielo en la soledad de las noches claras, solo podía recordar la palabra de Dios cuando le dijo: Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti.
Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos.
Dijo de nuevo Dios a Abraham: En cuanto a ti, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti por sus generaciones. (Génesis 17:5 y ss.)
Y en el inmenso cielo estrellado, limpio, exquisitamente transparente, sin contaminación del desierto, en la soledad de la noche, veía la promesa de Dios en la multitud de las estrellas, como también podía esperar que, como son incontables las estrellas, así sería su descendencia. Isaac su hijo y heredero de las promesas, obtuvo de Dios la confirmación de lo que le había prometido a su padre Abrahán: Y se le apareció Yahvé, y le dijo: No desciendas a Egipto; habita en la tierra que yo te diré. Habita como forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré; porque a ti y a tu descendencia daré todas estas tierras, y confirmaré el juramento que hice a Abraham tu padre.
Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y daré a tu descendencia todas estas tierras; y todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente, por cuanto oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes. (Génesis 26:2 y ss.)
 Creemos (un inciso) que alguna vez nos convendría salirnos a la solemnidad del campo, lejos del mundanal ruido y contemplar las estrellas y la obra de Dios, para animar nuestros espíritus, muchas veces embotados por la sola contemplación de las deleznables obras y locuras humanas. Imitemos a Abrahán y digamos como Fray Luis de León, del que reproducimos una estrofa de su maravilloso poema.
 
 "Morada de grandeza,
Templo de claridad y de hermosura:
Mi alma que a tu alteza
Nació, ¿qué desventura
La tiene en esta cárcel, baja, oscura?....  
 
El Espíritu de Cristo, muestra en todo instante y en toda época su guía al creyente. Tanto los patriarcas como nosotros, junto a los profetas y apóstoles, recibimos guía y protección en medio de un mundo hostil. Mundo que acomete a Dios en nuestras personas, pero que siempre es vencido y desarmado, por el poder del mismo Espíritu que no cesa de velar por nosotros.
Y de igual manera el Espíritu ayuda en nuestra debilidad; pues no sabemos que hemos de pedir como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cual es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos. (Romanos 8:26,27).             
El cristiano puede ser que también como Abraham, se salga algunas veces de la vereda derecha (por favor, no se tome como invitación) por temor o cualquier otra causa. Pero cuenta incondicionalmente con la misericordia de  Dios, para que esta clemencia le haga volver al camino recto, y participar de la misma camaradería reverente que el gran patriarca disfrutó de Dios.
Solo se trata de ser cristiano. No hay que hacer grandes hazañas al estilo del mundo sino permanecer en el lugar que Cristo ganó para nosotros. La lealtad al Señor será de sobra correspondida: Nosotros le amamos a él, porque Él nos amó primero. (1ª Juan 4:19). Y nosotros no amamos al cristianismo por sí, sino que amamos a Cristo. Lo demás ya es comentario y consecuencia.
Gocémonos pues con Cristo de este prodigioso amor, y no nos sujetemos nunca bajo ninguna condición, a las pretensiones del mundo tan bajas y pasajeras. Y esta es la promesa que El nos hizo: la vida eterna. (1ª Juan  2:25). Solo hemos de creer y esperar. Para el que está en Cristo y éste es su gozo y su alegría íntima, es camino deseable y fructífero, como decía el poema clásico.
"Mi boca es más pura desde que no canta,
y mis pies llagados, andan más deprisa".
¡Fácil de decir! (dicen todos los que no se agradan de este estado atento del cristiano) pero hacerlo ya es otra cosa. Es verdad y no se puede negar que el camino es angosto, a veces largo, y también para muchos, monótono y solitario entre los hombres. Pero si Dios lo ha trazado, es por que es el que nos conviene y a Él le agrada. Y a fin de cuentas, lo que pretendemos es agradar a Dios. Así decía San Pablo: Sed agradecidos. (Colosenses 3:15). 
Para el tibio o incrédulo, esta exigencia de dedicación y separación es árida y tediosa. No se comprende del todo aquello que no se ama ardientemente. ¿Y como van a amar lo que no conocen o no desean conocer? Por eso es que, el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. (1ª Corintios 2:14). Solo la acción de Dios, como vemos en los patriarcas, profetas, y apóstoles, puede hacer la obra de santidad en el hombre, y transformarlo en instrumento útil para su obra.    
Isaac por causa de su afición a la pitanza que le proporcionaba su hijo mayor Esaú, procedió carnalmente y descuidó su deber de dar su bendición al hijo menor, Jacob, a quien Dios había dado la promesa de bendición. Esto azuzó a Jacob para que se apresurara a tomarla por sus esfuerzos y astucia. Necia equivocación, pues la bendición era suya por decreto ineluctable de Dios, y nadie podía arrebatársela. Pero él desconfió y quiso granjeársela él mismo sin esperar.
Su impaciencia y temor a ser despojado de ella, le trajo la separación de sus padres, la dura enemistad de su hermano, y un sin fin de vicisitudes en las que padeció las consecuencias de su desconfianza impaciente ante la firmeza de la promesa de Dios. No tuvo reposo en toda su vida, hasta que fue tocado en una de sus piernas y ya no podía andar con la facilidad anterior. Rengo quedó a merced de Dios. Solo cuando quedó debilitada su suficiencia dependió de Dios, y comenzó a gozar de los que fueron sus últimos años llenos de bendición. 
Dios se le apareció y le prometió que nunca le abandonaría. En el propósito de Dios estaba que el fuera bendito en su prole, y eso bastaba. No vamos a profundizar en este rico filón de la vida de Jacob, pues lo que procuramos en este libro es resaltar el principio de separación. Solo haremos hincapié en que mientras se mantuvo con su suegro Labán, no tuvo reposo. Cuando Dios decidió separarlo empezó su prosperidad.
Dios mismo le tuvo que impulsar a que se separara, y puso en Labán y sus hijos mal semblante hacia él, para hacerle salir hacia la tierra de la promesa, en donde tenía que habitar para que se cumpliera el designio de Dios. Miraba también Jacob el semblante de Labán, y veía que ya no era para con él como había sido antes. También Dios dijo a Jacob: Vuélvete a la tierra de tus padres y a tu parentela, y yo estaré contigo. (Génesis 31:2,3)  Labán solo le toleró, mientras pudo aprovecharse de él. Como hacen los mundanos.
La impaciencia nos lleva también a nosotros, demasiadas veces, a querer hacer por nuestro propio esfuerzo, la obra que Dios realiza en sus tiempos y sazones, y usurpamos la voluntad de Dios. De la misma manera  como Abraham hizo cuando engendró a Ismael, del cual dijo el Señor anticipadamente que no sería el heredero de la promesa, ya que el heredero le vendría indefectiblemente por su mujer, Sara.
Igualmente que Esaú, el joven Ismael fue bendecido, pero la promesa de ser cabeza  del pueblo elegido tenía que ser para quien Dios había decretado y no por afecto carnal: no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios son nacidos. (Juan 1:13) No hay fuerza humana que pueda sustituir o desviar la obra de Dios, aunque muchos lo pretendan desaforadamente.
Ni los que son sus propios hijos, los elegidos y santificados, pueden decidir por sí mismos procurarse su salvación en base a sus méritos o esfuerzos, por muy denodados que sean. Intentar eso es ridículo. Solo Él, que da la vida a quien quiere, puede hacer vivir al hombre muerto en pecados: Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. (Efesios1:4).
¿Hablamos del futuro, y el presente lo vivimos como el mundo nos indique? ¡Nunca! Creemos que la afirmación de Pablo no tiene desperdicio cuando dice: Sed imitadores de mí, como yo de Cristo. Y la definitiva y totalmente incuestionable en que venimos insistiendo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. (Efesios 5:1).
Dios solo tiene hijos y no quiere nietos. El que está en Él es hijo y el que está fuera, queda fuera, sea hijo de bueno o de malo. Eso se comprende muy bien, si se pone interés en discernirlo. Así afirma Dios en la Escritura: He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá. (Ezequiel 18:4).
Lo que actualmente ocurre, es que los mismos creyentes se alimentan el domingo en el culto con el sermón para toda la semana, y hasta el próximo no se acuerdan más de las cosas de la fe. No generalizamos, sino que hablamos de lo que generalmente pasa. Con ello no pretendemos molestar, sino constatar lo que es algo común y cotidiano en demasiadas ocasiones. Solo, repetimos queremos edificar y animar a todos.
 
TORPE EN AMOR
He sido, como en todo, muy torpe en el amor,
Pues rico en sentimientos y pobre en el valor,
Nunca dije a la moza que fuera mi esperanza
Que siempre la amaría con valor y constancia
 
Y más que torpe, corto, con nudo en la garganta
Jamás di el paso firme con fe y con arrogancia,
Pues mucho la he amado y mucho  la amo ahora
Y solo cederé en la muerte traidora.
 
¿De que me vale amarla del modo que la quiero
Si me saca ventaja el tipo más fullero?
He buscado en panales que no eran de mi gusto
Por si acercarme a ella le causaba disgusto.
 
Ha pasado la vida y ella con otro anda
Y no se lo reprocho, pues come de vianda
Que yo en mi cortedad nunca supe ofrecerle,
Por quererla sin tasa y por amor temerle.
 
No me lamento ahora, pues ella me quería
Y en vez de cortejarla con recia gallardía,
Dejé pasar el tiempo en espera remisa,
Y nunca coseché, mirada ni sonrisa.
 
Harto de sufrimiento, sublimé mis amores
Y a Dios los ofrecí como ramo de flores,
Que Él siempre está esperando al pobre y desgraciado
Que con simple humildad a Cristo se ha juntado. 
 
Bendigo en mi amargura, mi herida  y mi fracaso,
No haber sido valiente, mas tímido y escaso
Ahora gozo en paz de amor que no se apaga,
Sin agobio ni esfuerzo, pues Él, sí me esperaba.