Dios se revela a los pobres

Autor:  Rafael Ángel Marañón

 

 

Te alabo Padre Señor del Cielo y de la tierra; porque escondiste estas cosas a los sabios y a los entendidos, y  se las diste a conocer a los pobres y a los humildes.

Sí Padre, porque así te plugo. Mateo 11: 25,26.

 

El Señor revela sus más profundos misterios a los humildes, y a los que se tienen por nada, y los oculta a los que, enaltecidos en su sabiduría mundana, creen que son algo delante de Dios por estas cualidades. Solo a sus pequeños revela Dios sus altos misterios, y solo a ellos se los hace comprender.

 

Para recoger agua de los manantiales, preciso es que nos abajemos, para beber del agua más límpida que mana de esos veneros puros. De los depósitos que el hombre fabrica para tener remanente, se saca el agua ya preparada o adobada de sustancias, que quitan el prístino sabor y frescura de ella cuando sale del manantial.

 

La ciencia y la sabiduría espiritual, es para los que abren sus manos a Dios esperando el don, sin confiar en nada de lo que ellos puedan producir por sus propios esfuerzos y recursos.

 

Las muchas letras y filosofías en los sabios de este siglo, son las más de las veces, un obstáculo en lugar de un cauce adecuado por donde recibir los misterios y revelaciones divinas. Sus altos conocimientos los envanecen y les incapacitan para recibir la sabiduría que viene de lo alto. Los humildes no tienen de que jactarse por su misma pequeñez, y haciéndose como niños, tal como Jesús quiere, son abiertas sus entendederas, para llenarse de espíritu divino.

 

Esos son los que ingenuamente, con fe firme y sencilla, son el testimonio vivo de la obra de Jesús. Como dice San Pablo: sois cartas de Cristo… Escritas no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo. 2ª Carta a los Corintios 3, 3. Dice también el santo varón: ¿acaso no escogió Dios a lo más vil y menospreciado, a la escoria… de este mundo? 1ª Corintios 1: 25, y ss.  

 

Los pobres y los humildes ofrecen a Dios lo mejor que tienen, con ser tan escaso, pero los ricos y encumbrados solo un rinconcito mínimo, del que le mandan desalojar, para cuando se presenta otro huésped que ellos consideran de más importancia.

 

Por eso San Pablo insistía: y ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí.  Y en Apocalipsis se insiste. He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y el conmigo. Así que, el que sabe aposentar en su casa interior a Cristo, será su anfitrión, pero una vez haya cedido todo su ser a Cristo y le ha dado posesión sobre toda su persona, es transformado en huésped de Cristo, pues Cristo mismo ya ocupa toda nuestra casa y se torna de huésped en anfitrión.

                                          

Jesús, el Señor del universo, no necesita moradas altas ni grandezas, sino corazones arrepentidos y almas humilladas. Allí el se encuentra a su gusto y allí permanece, enriqueciendo a las almas que se le rinden sin condiciones. Así María se sentaba a los pies del Señor, y aprendía constantemente las inefables y suaves revelaciones que recogía de sus dulces palabras.

 

Absorta, trasportada, no curaba de los afanes de su hermana. Jesús era todo el centro de su atención. Había elegido la mejor parte. Sírvanos esa actitud de ejemplo a nosotros en una emulación efectiva. Así se muestra el evangelio en cartas, no de tinta y papel, sino de corazones arrobados y entregados al arbitrio del Señor.