Vida limpia y verdad
Autora: Rebeca Reynaud
Cuenta Scott Hahn una anécdota de la vida real: Un profesor fue a visitar
París, un fin de semana, acompañado por dos alumnos. Vieron a una prostituta
parada en una esquina. Vieron que su profesor se dirigió hacia ella y le
preguntó:
—¿Cuánto cobra?
—Cincuenta dólares.
—No, es demasiado poco.
—¡Ah!, sí, para los americanos son150 dólares.
—Es aún muy poco.
—¡Ah, claro!, la tarifa de fin de semana es de 500 dólares.
—Incluso eso es demasiado barato.
Para entonces la mujer ya estaba algo irritada.
—Entonces, ¿Cuánto valgo para usted?
—Señora, nunca podré pagar lo que vale usted, pero déjeme hablarle de
alguien que ya lo ha hecho.
Algunos quieren convencer a la humanidad de que hay personas que no valen:
éstos son los controladores de la población; es decir, los que promueven el
control natal a ultranza. Quien ama a los seres humanos potencia su
personalidad, promueve que todos puedan ser personas de carácter. Dos rasgos que condicionan la posibilidad de tener un carácter sólido son la humildad y la castidad. Si se marginan estas cualidades, la persona será mediocre, insignificante. Y esto es así porque la humildad y la castidad son las bases
–espiritual la una y corporal la otra- del carácter.
A veces nos asombra el crecimiento de corrupción a nivel de gobernantes y a
nivel del pueblo. Y es que existe una estrecha relación entre la vida casta
y la honestidad. Como abunda la pornografía y el libertinaje, eso se refleja
enseguida en la falta de ética en los demás campos. La castidad es una virtud que nos afecta a todos. El cuerpo es algo bueno y ha de emplearse según la recta razón, esto es, ha de quedar bajo el dominio de la inteligencia. No tengo el cuerpo en uso, yo mismo soy mi cuerpo.
El cuerpo no es responsable del pecado, si así fuera, ¿por qué un cadáver no
peca? Porque el cuerpo no peca en sí mismo: es el alma quien peca por medio
del cuerpo. Para alcanzar la plenitud humana se requiere de la castidad, y
esto requiere esfuerzo y entrenamiento, y, sobre todo, convicciones.
Cuando falta la limpieza de vida, la capacidad de amar discurre por los cauces
del egoísmo, del olvido o desprecio de los demás.
La castidad es algo muy interior: es pureza de corazón. Todos tenemos el
deber de cultivar la limpieza de corazón, tanto los solteros como los casados pueden vivir con delicadeza esta virtud. El amor verdadero conlleva
siempre sacrificio, en el matrimonio o fuera de él. El que ama no busca el
goce, sino busca la felicidad del ser amado, aunque le suponga sacrificio. Y
entonces él mismo es feliz.
Tú, ¿qué lees, qué ves, qué amistades tienes? ¿Cómo te diviertes? Cada uno
es responsable de cómo alimenta su inteligencia.
La limpieza de alma y cuerpo es algo grandioso. Cuando la pureza de vida
cuesta –porque la carne se rebela o la imaginación se desboca- hay que ver
si las películas y programas de TV que se ven son las adecuadas. Cuando
viene una tentación hay que ser sinceros y llamar bien al bien y mal a lo
que está mal, sería poco honrado condescender y pactar con las pasiones. En
cuestiones de pureza no hay detalles de poca importancia.
Hay psicólogos que dicen a los jóvenes que la masturbación es natural, normal, cuando la verdad es que la masturbación, además de ser un pecado, lleva al egoísmo y a que el varón no haga feliz a su mujer en el matrimonio porque adquiere un ritmo rápido que le lleva a pensar sólo en sí y no en dar gusto a la mujer amada. A la larga, y a la corta, deteriora la psicología del individuo.
Para vencer en esta lucha tenemos los medios al alcance: la guarda de los
sentidos, sobre todo de la vista; una vida sobria y ordenada; la huida de
las ocasiones, la sinceridad, la penitencia y el estar convencidos de que la
castidad lleva a amar más y mejor. San Agustín aconsejaba: “Sean fieles en
el estado de vida que tengan, para recibir a su tiempo la recompensa que
Dios tiene reservada a cada uno (…) Una será la luz de la virginidad, otra
la de la castidad conyugal, otra la de la santa viudez. Lucirán de distintos
modos, pero todas estarán allí. No será idéntico el resplandor, pero será
común la gloria eterna” (Sermón 132).