Tener un ideal

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Por ello el sentido de la vida es la pregunta más apremiante.

Lo que da sentido a una vida es tener un ideal, que será como el faro que dé luz al camino de ese ser. La elección del ideal determina la orientación de nuestra vida. Es en la adolescencia donde se suele forjar un ideal. Ahora bien, hay ideales que se ajustan al ser humano, como “buscar la verdad y, una vez encontrada, adherirse a ella”; el ideal de “la unidad y la solidaridad” (es el ideal verdadero). Y hay ideales que no se ajustan al ser hombre, como 
Rechazamos la condición básica de nuestra realidad cuando somos egoístas, y cuando la elección recae en el placer, que no es lo mismo que la felicidad.

Cuenta en sus Memorias el genial pianista Arturo Rubinstein que a veces se hallaba tan cansado que temía no poder dar el concierto. Pero, al ver el teclado del piano e introducir los dedos en él, le veían las fuerzas como por milagro y tocaba con vehemencia durante dos horas. Esa energía brotaba del encuentro con el instrumento.

Nuestras potencias se “dinamizan” cuando encuentran posibilidades para ejercitarse. Nuestra voluntad a solas se siente a menudo débil, incluso impotente ante ciertas dificultades. Pero, al ser invitada por valores relevantes a asumirlos y realizarlos, desborda energía y se ve capaz de mayores empeños pues advierte que la vida humana adquiere con ello su pleno sentido.

Ello explica que, al ver nuestra vida falta de sentido, nos sintamos vacíos y malogrados. Ese “vacío” procede de la desconexión que existe entre nuestra conducta y nuestro ideal.

El descubrimiento del ideal nos permite clarificar la vida humana desde la raíz. Encontrarse de verdad con una persona, una institución, una obra cultural, una realidad religiosa..., no es tarea fácil, pues para ello debemos asumir una serie de valores –la generosidad, la veracidad, la fidelidad, la cordialidad, el respeto...- y convertirlos, así, en virtudes.

Al comportarnos de esta manera, experimentamos sus espléndidos frutos (energía espiritual, alegría, entusiasmo, gozo, paz) y nos vemos elevados a lo mejor de nosotros mismos. Al orientar nuestra existencia hacia el ideal verdadero, descubrimos la auténtica libertad humana.

En su testamento de Heiligenstadt, escrito en plena juventud cuando creyó morirse, Beethoven confiesa que no puso fin a su vida, pese al drama de su sordera incurable, gracias a su amor a la música y a la virtud: 
“Mi deseo –escribe a sus hermanos- es que tengáis una vida mejor y menos llena de preocupaciones que la mía, recomendad a vuestros hijos la virtud, sólo ella puede hacer feliz, no el dinero, yo hablo por experiencia; ella fue la que a mí me levantó de la miseria, a ella, además de a mi arte, tengo que agradecer no haber acabado con mi vida a través del suicidio”.

Vivir de forma virtuosa significó para Beethoven ser fiel a las propias raíces, no romper los vínculos primarios con los hombres t con el Creador. “A mí se me concedió –confesó- el don de vivir en un mundo de elevadísima belleza, y la tarea de mi vida consiste en transmitir a los hombres un reflejo de tal belleza a través de la forma de lenguaje que mejor conozco, que es el musical”. Pocos años antes de morir, cuando se hallaba en una situación penosa, casi ciego, quebrantado de salud y abrumado por dificultades económicas e incluso artísticas, el genio musical se retiró a una aldea para “rendir un homenaje de agradecimiento y alabanza al Supremo Hacedor”. El fruto de este retiro fue una obra cumbre del arte universal: la Missa Solemnis. En ella se une Beethoven a toda la Humanidad para clamar sobre todo por la paz.

Esta reacción de Beethoven ante la adversidad se explica porque era un hombre abierto al encuentro a la belleza, a la bondad ya los demás seres humanos. Esa vinculación otorga a la propia vida una grandeza tal que no podemos valorarla sino como un don precioso.

Alfonso López Quintas, filósofo, dice que a la vida no hay que preguntarle “qué tienes todavía que darme”, sino “a quién puedo ayudar”.