San Jerónimo, genio traductor

Autora: Rebeca Reynaud

 


A San Jerónimo fue el varón más erudito de su tiempo (siglo IV) y es el más docto de los Padres latinos. Se le reconoce como el máximo doctor para interpretar las Sagradas Escrituras

Nació en Estridonio, lugar que ya no existe (cerca de la actual Yugoslavia), aproximadamente el año 347. En Roma, inició su estudio de la filosofía, derecho, retórica y de las letras latinas y griegas. San Jerónimo 
trabajó sin ahorrar esfuerzos. Escribe: “Una sed ardiente me excitaba a instruirme junto a otros, y no fui yo, como muchos piensan, mi propio maestro. En Antioquía, seguí a menudo las lecciones de Apolinar de Laodicea, con quien mantenía amistad; pero a pesar de ser su discípulo en las Sagradas Escrituras, jamás adopté su dogmatismo tenaz en materia de interpretación” .

De Palestina, Jerónimo se retiró al desierto de Calcis, en Siria oriental. 
De esta época es el sueño que narra en la Carta 22,30. Enfermo y en estado febril se ve ante el tribunal de Dios, quien le pregunta quien es. 
Responde que un cristiano. “¡Mientes!, le dice el Juez supremo, ciceroniano eres, no cristiano”. Toma luego la decisión de no leer más los libros de los escritores paganos. Este episodio muestra su pasión por la literatura clásica.

En el desierto, entró en la escuela de un judío convertido, que le enseñó el hebreo y el caldeo. “¡Cuánto trabajo me costó, cuántas dificultades hube de vencer, cuántos desalientos!, cuántas veces abandoné este estudio para retomarlo luego, estimulado por mi pasión por la ciencia, sólo yo, que lo sufrí podría decirlo, y aquellos con quien vivía. Bendigo a Dios por los dulces frutos que me procuró la amarga semilla del estudio de las lenguas” . 
Además del latín, conocía óptimamente el griego, el hebreo y el arameo.

Huyendo de las bandas heréticas que venían a perturbarlo hasta el fondo del desierto, Jerónimo se dirigió a Constantinopla. El Obispo de esa ciudad –San Gregorio el Teólogo- era célebre por su ciencia. Durante tres años San Jerónimo lo tomó como maestro y guía en la interpretación de las Sagradas Escrituras.

Las dificultades que atravesaba la cristiandad lo llevaron de nuevo a Roma. 
Alí fue acogido por el papa Dámaso. Resolvía las dificultades que le planteaban e iniciaba a discípulos de ambos sexos en la ciencia de las Escrituras. El Papa le había confiado la inmensa tarea de revisar la versión 
latina del Nuevo Testamento, en la que él demostró penetración y agudeza de juicio, obra admirada por los mismos exegetas modernos.

En Roma, seguramente coincidió con San Agustín, pero nunca se conocen personalmente, luego se escriben cartas. En una de ellas, Jerónimo lo anima a estudiar griego. Eran muy distintos: San Agustín, era de buen vestir, elegante; San Jerónimo, desaliñado, con traje de ermitaño.

A la muerte de Dámaso, Jerónimo se retira a Palestina, donde levantó un monasterio donde se consagró por entero a Dios, empleando todo el tiempo que le dejaba la oración en estudiar y enseñar las Escrituras. A su amigo Paulino le habla así: “Dime, pues, hermano querido: ¿No te parece acaso que vivir en medio de estos misterios, meditarlos, no saber o buscar otra cosa, no te parece que esto es ya el paraíso en la tierra?” .
Ya tenía la cabeza blanca, y aún iba a la escuela de Alejandría a la escuela de Dídimo.

Se procuró los mejores manuscritos y comentarios de la Escritura, explotó los libros de las sinagogas y las obras de la biblioteca de Cesarea, constituida por Orígenes y Eusebio; comparaba estos textos con los 
suyos. A la luz de los textos griegos, corrigió los manuscritos latinos del Antiguo Testamento, volvió a traducir del original hebreo al latín casi todos los Libros del Antiguo Testamento. Comenzó su trabajo en el año 390, viviendo en Belén, y lo concluyó en 404. Su labor de traductor de la Escritura culminó con la Vulgata. También escribió comentarios a muchos textos bíblicos.

Explicaba cada día las Escrituras a los fieles reunidos, sobre todo a las matronas romanas que le siguieron a Belén, respondía a las cartas que de todas partes le enviaban. Jamás, hasta su extremada vejez, dejó de 
meditar día y noche la ley del Señor. Murió en el año 420, y su fiesta se celebra el 30 de septiembre.

El Concilio de Trento, en 1546, declara a la Vulgata inmune de error y texto oficial de la Iglesia (Dz 1506, 1508).