Llamada universal a la plenitud cristiana 

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

“Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (Tes 4,3). Dios “nos ha elegido antes de la constitución del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1,4). Los primeros cristianos, fieles corrientes –casados y célibes-, de toda edad y condición, se sabían llamados a la santidad (cfr. Rom 1,7), “elegidos, por Dios, santos y amados” (Col 3,12). Buscaban la santidad en todas las actividades de la tierra: unos en el campo intelectual, otros en el trabajo manual; otros, en ambos. 

Para San Pablo los bautizados son “santos por vocación”, o “llamados a ser santos” (Cf. Rm 1,7 y 1 Co 1,2). Y habitualmente designa a los bautizados con el término “los santos”. La santidad reside en el corazón, y se resume en el amor, en estar unidos a Jesucristo.

Una carta que tiene 20 siglos de antigüedad dice: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras (que no hablan latín ni griego), según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestra de un tenor peculiar de conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente”(Epístola a Diogneto).

La razón profunda de la santidad es clara desde el principio: que Él, Dios, es santo. En la Biblia, la santidad es la síntesis de todos los atributos de Dios.

La santidad no es una imposición ni una carga, es un privilegio, un don, un supremo honor. Una obligación, sí, pero que proviene de nuestra dignidad de hijos de Dios. El hombre debe ser santo para hacer realidad su identidad más profunda: la de ser”imagen y semejanza de Dios”. El hombre no es sólo naturaleza, sino vocación.

Pasados los primeros siglos de cristianismo, se olvida prácticamente el carácter universal de la llamada a la santidad y se llega a considerar como patrimonio exclusivo de los que se apartan del mundo, para dedicarse a la contemplación de las cosas divinas en la soledad del desierto o del claustro. Los fieles cristianos que siguen en el mundo aparecen como cristianos de “segunda categoría”.

Las necesidades apostólicas han originado un proceso de regreso al mundo por parte de algunos religiosos. Sin embargo, su estado sigue siendo distinto a los de los fieles corrientes. El Opus Dei no es un eslabón en la cadena evolutiva del estado religioso, sino un fenómeno completamente diferente. No se trata de religiosos secularizados, sino de ciudadanos cristianos que no buscan la vida de perfección evangélica propia de los religiosos, sino la santidad en el mundo, cada uno en su propio estado y en el ejercicio de su propia profesión u oficio. El Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, decía: Pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. “Se puede santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueren las circunstancias en que se desarrolla” (Conversaciones, n. 26).

El Concilio Vaticano II confirmó esta doctrina en diversos lugares de sus documentos: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Const. Lumen gentium, n. 40; Cfr. Gaudium et spes, nn. 35, 38, 48, etc).

El trabajo es una ocupación que, normalmente, se disfruta y a través de la cual adquirimos virtudes humanas, y ensanchamos nuestro horizonte espiritual al ofrecerlo a Dios y al hacerlo con afán de servir a los demás.

El laicismo sostiene que Dios no tiene lugar en ningún sitio, excepto en la Iglesia, y relega a Dios y a la vida espiritual al ámbito de la conciencia. El Opus Dei, por el contrario, impulsa a tratar a Dios en todo momento. Un miembro del Opus Dei suele decir: “Mete a Dios en tu vida ordinaria y en todas tus actividades. Invítalo a que te acompañe a todos los lugares a los que vayas, y cuéntale lo que traes en la cabeza y en el corazón”.

San Pablo dice: “Mirad, ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2 Corintios 6,2). El “tiempo favorable” durará hasta la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos —en la vida personal de cada uno, hasta el momento de la muerte—; hasta entonces, cada uno de los días es “día de salvación”, ocasión de servir a Dios. Mientras tanto, ninguna adversidad debe apartarnos de este fin. “Nada te turbe, / Nada te espante, / Todo se pasa, / Dios no se muda, / La paciencia / Todo lo alcanza; / Quien a Dios tiene / Nada le falta: / Sólo Dios basta” (Santa Teresa de Jesús, Poes. 30).